Convivencia no es del todo imbécil, sólo que
como los prototípicos bodrios yanquis resume su entera sustancia en la
secuencia inaugural. Está basada en una pieza de Oscar Viale, que además del grueso de
la letra le ha legado una teatralidad aplastante. Carlos Galettini, el director, la
organizó por actos profusamente dialogados, separados casi siempre por unos
segmentos "poéticos" de las aguas y los muelles del Delta (la acción
transcurre en una vieja casona del Tigre). Esto me recuerda a la ominosa Noche en la
Tierra de Jim Jarmusch: los planos "cinematográficos" (que ahí eran unos
paneos largos sobre la ciudad y los taxis) son breves inserts, dispuestos de tanto
en tanto para hacer pasar por cine a un producto que no lo es. A esas
"píldoras" también las usa Galettini (y Jarmusch, pero dejémoslo ahora) para
jerarquizar dudosamente su relato: aportan un fondo "trascendente" a una farsa
leve con toques costumbristas. La misma función cumple el tema "Soledad", de
Pablo Milanés, que éste canta con Mercedes Sosa sobre los títulos de cierre. Mal que le
pese, al director de la saga Extermineitors se le escaparon humos pretensiosos por
unos cuantos intersticios.
Luis Brandoni es Enrique, el
porteño-bestia-grasa que le vimos casi siempre. No es que el hombre lo actúe mal. Pero
su performance es una figurita doblemente repetida: a la reiteración del rol se suman
unos bocadillos que transitan la misma exacta cuerda de una punta a otra de la narración.
Brandoni fatiga una suerte de exageración a medias, de la que sólo escapa durante la
escena de la tanguería, cuando su papada estupefacta lo asemeja a Bernardo Neustadt.
Reírse con Brandoni fue saludable la primera vez. A esta altura es un ejercicio
conservador, autocomplaciente. Lo de José Sacristán es más grave. El es Adolfo, el
"intelectual", un charlista imparable que no cesa de buscar palabras rebuscadas
para expresar con corrección semántica los conceptos más triviales. Por problemas de
libreto, de dirección actoral (y principalmente porque uno lo ha escuchado a Pepe en
tantos reportajes), transcurre más de media cinta antes que quede en claro que lo suyo es
una caricatura. Hace 20 años que Enrique y Adolfo se conocen. Adolfo representa "lo
cerebral", Enrique "lo carnal" (lo carniza), y chocan. Esta dualidad está
planteada (nunca desarrollada) tan simplificadamente que multiplica el peso de los
tics actorales, de su propia condición de fórmula y de las pretensiones apuntadas al
comienzo.
Convivencia despliega
tres roles secundarios: Tulio (Víctor Laplace), un ex amigo muerto, y Aurora (Betiana
Blum), antigua amante de Brandoni, aparecen en flashbacks y espectralmente (a lo Subiela),
mientras que Tina (Cecilia Dopazo) ingresa en la trama completamente empapada luego de la
zozobra de su botecito en turbulentas aguas. Lo primero que muestra son esos bellos
pezones remarcados por la musculosa blanca. Lo último, cuando se aleja rumbo al horizonte
para dejar el relato, es el culo (aunque aquí parece que fue usada Erica López, su
doble). Entre una cosa y la otra, y como para esquivar una pulmonía, se calza
alternativamente una camisa masculina (así, tipo minifalda) y un smoking con galera... y
sin bombacha. Bajo la ducha puede verse su cachucha (en paneo artístico, eso sí, con
vapores onda aviso jabonoso). En fin: Dopi está jugada invariablemente como
fetiche sexy, espoleando un cachondeo vil, portafoliero, en la platea
masculina. Pero sus parlamentos, oh, compendian una sopa hippie-psico-chacha (por el
diputado ¿futuro vicepresidente? Alvarez) ultrasuperada, escrita a lo Darío
Vittori y actuada por ahí. Al margen de la incristiandad del cóctel, hay que decir que
semejante zarandeo apura la agonía de cualquier actriz (¿alguien se acuerda de Sandra
Ballesteros?).
Guillermo Ravaschino |