es una película inserta en mares de exotismo. No sólo por esos paisajes
    paradisíacos de la India donde se encuentra el templo tibetano exiliado que
    es casi el único escenario del film. Más bien, las razones que la asocian
    con lo lejano, raro y místico están relacionadas con quienes forman parte
    de la realización. El director, Khyentse Norbu, es un monje y lama budista
    que fue oficialmente reconocido como la reencarnación de un santo tibetano
    del siglo XIX; los protagonistas son monjes verdaderos, tan reales como la
    historia en la que se basa la película.
    A partir de estas curiosidades, que nos enfrentan al dilema de cómo
    criticar un producto encarado por personas ajenas a la realización
    cinematográfica, cabría preguntarse qué fue lo que impulsó al sacerdote
    Norbu a engendrar La copa. Qué necesidades tenía cuando decidió
    escribir y filmar un episodio simple de la vida en el templo. Por qué
    aceptó ciertos condicionamientos (como él mismo reconoció, sin ofrecer
    detalles) con el fin de que la película tuviera distribución
    internacional. Está claro que la historia que se cuenta es una excusa. Un
    punto de partida para hacer referencia a cuestiones esencialmente políticas
    y sociales. Y es probablemente por eso que La copa es una historia
    dispersa y, al mismo tiempo, muy obvia. Tanto que, a pesar de que dura 93
    minutos, cuando termina uno siente que pasó la mitad del día compartiendo
    las actividades de esos sacerdotes budistas.
    
    La copa no es una comedia. Sí, más bien, una película bastante
    aburrida. Hay imágenes que no aportan información a la historia y, lo que
    resulta aun más penoso, las líneas de diálogo reiteran lo que esas mismas
    imágenes muestran. La historia en la superficie es la de un niño monje
    solitario, fanático del fútbol, y despojado de cualquier otro afecto,
    pasión o posesión. Su amor por ese deporte es tan desmesurado que para
    conseguir ver la final de la Copa del Mundo ‘98 mostrará su falta de
    escrúpulos. Aunque claro, el esquema funciona a la manera hollywoodense: el
    niño que ama el fútbol porque no tiene otra cosa a último momento
    cambiará tan profundamente de actitud que el espectador no podrá menos que
    preguntarse en qué momento comenzó su evolución, cuando se involucró
    afectivamente con su entorno o sus compañeros como para dar ese
    (paradójicamente, tan previsible) vuelco.
    Pero la misma dispersión de la película nos mantiene bien lejos del
    proceso interno del protagonista. Es que el director prefiere detenerse en
    personajes pintorescos y revelar otras cuestiones tanto de la realidad
    tibetana (la persecución y la opresión) como de la hindú (la pobreza y la
    limpieza). La descripción de la vida cotidiana en el templo es sencilla,
    carente de solemnidades y, por consiguiente, sincera. En esto se adivina
    otra de las intenciones de Norbu: desmitificar la forma en que el cine
    describió históricamente la cultura de los adeptos de Buda (Siete años
    en el Tíbet, El pequeño Buda, Kundum).
    Una última observación. Tíbet está oprimido por China, potencia a la
    que el cine yanqui endosó buena parte del terror que antes asociaba con la
    Unión Soviética. La mayoría de las películas exportables sobre
    el budismo llevan esta especie de razón de Estado hollywoodiana marcada en
    el orillo. La copa no. Sólo parece un desesperado pedido de
    liberación, sin segundas intenciones.