Corazones
es una
película de personajes y esto no es llamativo tratándose de la adaptación
fílmica de una obra de teatro, pero eso no significa que Alain Resnais (Noche
y niebla, Hiroshima Mon Amour, Hace un año en Marienbad,
Providence, Mi tío de América) resigne el trabajo de puesta en
escena, ni que se limite a reproducir una estructura teatral ajena sin otro
interés que el de poner en imágenes los diálogos pensados por un dramaturgo
para sus actores. Los primeros planos de Pierre Arditi (Un amor de Swann)
y en particular los de Sabine Azéma (Una vida no basta) sonriendo en
la inmobiliaria tienen una potencia específicamente cinematográfica; la
nieve sobreimpresa que separa cada segmento es mucho más que un telón
demarcatorio del inicio y final de cada acto, y las palabras, aunque no
escasean, distan de ser el eje dramático que articula al film.
Corazones
es una película de actores, pero no en el sentido exacerbadamente
histriónico que antes caracterizaba a las estrellas del teatro y que Norma
Aleandro o Cristina Banegas, por citar sólo dos notorios ejemplos
nacionales, continúan desplegando anacrónicamente para beneplácito de un
considerable grupo de espectadores y críticos convencido de su idoneidad
(cuya sola existencia justificaría la también anacrónica aplicación
peyorativa del término “burgueses”). Los mencionados Arditi y Azéma, Laura
Morante (Cuerpos perdidos), Andre Dussollier
(Un corazón en invierno) y cualquiera de los siete actores que tejen
el entramado sutil de Corazones (buena parte de los cuales ya
estuvieron en Conozco la canción, la última película del director
estrenada en la Argentina) no sólo actúan la soledad de sus personajes sin
patetismo paternalista alguno hacia el público y los mismos personajes, sino
que además actúan la comedia de la actuación, la de los hombres y mujeres
fagocitados por su propio personaje, por el rol social que asimilaron y al
que se sometieron más por debilidad que por interés.
Corazones
es una película que reconoce sin ningún cinismo los límites de la cultura y
que, sin caer en la desesperanza escéptica o en la desesperación
iconoclasta, no propone otra cosa que la generosidad y la risa como
estrategias para reconocer la diferencia, aceptar la singularidad del otro y
compartir sus experiencias. Expuesta de ese modo, no parece ser la comedia
que promete desde su afiche, aunque ya sabemos que una película no es el
afiche que escoge un distribuidor para estrenarla. Pero Corazones es
una comedia en el sentido amplio de representación, de juego de apariencias
reparador y lúdico. La contradictoria conducta de una señora mayor y
religiosa practicante que reparte videos de ella misma haciendo strip-tease;
la elegante resignación de un barman viudo que nunca rehizo su vida y se
limita a cuidar de su padre viejo, enfermo y puteador; el ridículo horizonte
afectivo del encargado de una inmobiliaria que rondando los sesenta sigue
soltero y viviendo con su hermana menor, o la escasa estima de ésta, que
desde hace demasiado tiempo pone avisos en un diario y acude a un bar de
mala muerte con una flor en el ojal para encontrar al hombre de su vida que
nunca aparece, son flagrantes evidencias de un sistema socioeconómico
solvente pero insatisfactorio. Resnais, sin embargo, no caricaturiza las
peculiaridades de los personajes tomando la vía del grotesco, ni resuelve la
complejidad dramática de la situación proponiendo una catarsis trágica que
tranquilice al espectador.
El mecanismo
que propone es mucho más interesante: cubrir a su drama con el traje de gala
y el vestido de noche de la comedia y sólo dejar que la ropa interior se
transparente muy de vez en cuando y con el más genuino pudor. Por eso la
aparente homogeneidad lineal de la estructura, una serie de viñetas sobre
personajes conectados entre sí a los que les pasa lo que nos pasa a todos en
la vida, no oculta las suturas de la representación: zooms en medio de un
diálogo, el travelling de una cámara por el techo de una habitación, planos
cenitales que delatan la mentira escenográfica, y una conmovedora secuencia
en la que Resnais pone a los actores de espaldas a nosotros, en el lugar de
los espectadores, sin decorado que los respalde, y a nosotros en el lugar
del decorado, sin siquiera actores que reparen en nuestra existencia. Pero
esa evidencia de la soledad de unos y de otros que impregna el final del
film no es ni un gesto cruel, ni una pose, ni un recurso egoísta. Es
sincero, delicado, doloroso y, por ello mismo, saludable, terapéutico.
Corazones es una comedia que no deja nunca de recordarnos lo solos que
estamos y, por ello, todo lo capaces de amar que somos.
Marcos Vieytes
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