El mundo se ha puesto difícil para los hombres. Después del feminismo, el
avance de las minorías sexuales y la cuestión del género, el tablero
sexual ha quedado tan movido que las piezas no terminan de encajar en la
cosmovisión masculina. En la Argentina muchos de estos temas recién
despuntan, pero en los Estados Unidos ya casi están de vuelta con la
aparición de la nueva sensibilidad masculina.
Cosas de hombres
es una comedia que pretende tener algo que decir a este respecto
desarrollando, bajo la fachada de una especie de traspaso generacional, una
mirada sobre el sexo que tiene su componente moderno en la estética
visual.
Hombre de treinta y pico, inteligente, brillante, atractivo, ganador,
Roger Swanson siente amenazada su autoestima por el abandono de su amante
Joyce, mayor que él y jefa suya en la agencia de publicidad en la que
trabaja como creativo. Su sobrino Nick, de 16 años, recién llegado de Ohio,
resulta la mejor excusa para demostrarse, aún, capaz de ser el centro de
atención, y lo lleva por una ronda nocturna en la Nueva York glamorosa,
divertida y siempre dispuesta, en procura de enseñarle el “mundo verdadero”
que él domina a la perfección. Mundo que obviamente tiene que ver con el
sexo. Es una especie de descenso a los infiernos cuasidantesco que la puesta
en escena subraya, y que alcanza su clímax en el nightclub (callejón
oscuro, acceso que remite a un sarcófago, sordidez), otorgándole al sexo,
entonces, una connotación negativa que, más que una interpretación,
revela prejuicios.
La antítesis entre Roger y Nick es fuerte. Roger parece un cínico de la
primera hora, que se pretende superado en el terreno de las conquistas
sexuales y, a la vez, comprensivo de la posición de la mujer. Pero cuando
abandona la teoría, un machismo que casi roza la misoginia le brota por los
poros: las mujeres no saben orientarse, ni hacia dónde van, ni leer mapas
(en fin: no saben), son contradictorias, engañosas, traicioneras y amantes
del sexo anal (¡vaya espantoso pecado!). Nick, en cambio, es un cabal
representante del “nuevo hombre”: hace meditación, prefiere las ensaladas,
no bebe alcohol, no fuma ni toma café, quiere ser congelado cuando muera, es
romántico, cree en el amor, es virgen… y tan naif que más que
adolescente parece un extraterrestre en el mundo de hoy.
La película hace un culto de la palabra. Filosos, ácidos, sarcásticos, los
comentarios que salen de los labios de Roger lo pintan de cuerpo entero y
demuestran el oído agudo para las conversaciones de barras y happy hours
del joven Dylan Kidd, director y guionista del film. La escena inicial ya
anticipa lo que va a venir: el protagonista, en un bar, perorando sobre el
sexo, la reproducción, el placer y el retroceso del hombre en su supuesto
papel capital, asumiendo tal situación desde una evidente falsa modestia,
festejado por sus compañeros de trabajo y “crucificado” por su amante-jefa.
Para alejar la idea de teatro filmado que de cualquier modo tiñe al film,
Kidd supuso que el movimiento de la cámara sería suficiente. Vemos a los
personajes desde la vereda de enfrente, a través del ajetreado tránsito
vehicular y peatonal –pero los oímos perfectamente–, o asomándose por detrás
de nucas, cabelleras, codos, brazos, etc. Medias caras, medios cuerpos,
medias verdades. Elusiones que remiten al título original:
Roger Dodger podría traducirse como “Roger elusivo”
(¡qué
lejos de la versión local!). Y así el recurso que en un comienzo parece
aportar vida y frescura a unos parlamentos que derrochan ingenio con
demasiado artificio, a mitad de la proyección se torna tan insoportable como
el mismísimo Dogma de Lars Von Trier.
A esta
altura del partido, no reconocer
que las mujeres son las que deciden en una relación es retrógrado,
y a casi nadie se le ocurriría opinar en contrario.
Pero ciertos hombres se resisten a aceptarlo. En todo caso, crear
personajes femeninos
que se
ocupan
de
su aspecto
y
buscan
la conquista sexual
(Sophie y Andrea,
pintadas
como si estas cualidades sólo fuesen
respetables
en los hombres),
que se exceden en el alcohol y se vuelven
"fáciles"
(Donna), que se aprovechan de la superioridad laboral (Joyce) o que son
literalmente putas (las chicas del nightclub)...
parece haber sido la venganza de Dylan Kidd.
Campbell Scott sabe cómo decir y hace de Roger Swanson un sólido personaje
que no provoca adhesiones fáciles. Jesse Eisenberg, como Nick, da justo en
el rol de tierno e ingenuo adolescente. Tienen química como pareja
despareja. Isabella Rossellini impone su presencia y su belleza madura en un
papel breve pero que contribuye a la credibilidad de la desesperación de
Roger, y ayuda a aceptar que la ruptura con su amante-jefa provoca un
quiebre en su vida.
Debemos agradecerle a Kidd que no nos haya tomado por estúpidos irredentos
echando mano del abusado psicologismo para contarnos las causas familiares
que dieron forma a la personalidad de Roger (que apenas quedan
sobrevolando). Y cuestionarle esa coda con la que coronó a una película que,
en su intento de rescatar al protagonista ante la mirada de los
espectadores, no hace más que romper el verosímil y mostrar su
verdadera intención: las mujeres nos hacen sufrir y, a la larga, nos
volverán sus esclavos… hombres paranoicos del mundo,
¡uníos! Pero en eso,
personaje y director vuelven a fallar: quedarse solo, no poder entablar
relaciones sinceras, vivir actuando, en definitiva, no es algo que tiene que
ver con un tiempo ni con un lugar ni con una cuestión de género. Como bien
le dice Joyce a Roger, tiene que ver con elegir autohumillarse.
Javier Luzi
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