Clint Eastwood es uno de los pocos grandes directores
que quedan en pie. Y uno de los más desparejos. Tiene en su haber tantas obras memorables
como de las otras. Lo curioso es la oposición moral que presentan entre sí muchos de sus
trabajos. Los hay empacadamente reaccionarios: la saga del vigilante Harry el sucio,
las puritanas Broncho Billy y Bird... Otros son llamativamente
revolucionarios. Ahí está su obra maestra, Los imperdonables, retorcidamente
tildada de antiwestern o de western revisionista cuando se
trata, lisa y llanamente, del mejor western de la historia. Y aquí está Crimen
verdadero, que no llega a ser una obra maestra pero no deja de ser un gran film. En
la mejor tradición de Eastwood.
Además de dirigir y producir, Clint es
protagonista en la piel de Steve Everett, un periodista alcohólico que no ha tocado una
botella durante los últimos dos meses, aunque parece destinado a reincidir. Este y otros
vicios (como el de no ponerse la "camiseta" de la empresa) lo desterraron de una
lustrosa redacción neoyorquina para arrojarlo al Oakland Tribune, un modesto periódico
californiano. En el camino no sólo quedó el status sino la bienamada paz conyugal:
Everett es un mujeriego incurable y su matrimonio está al borde del naufragio. Pero el
gran don de Ev ya que así le dicen aún permanece intacto: tiene un olfato
periodístico único, por el que está dispuesto a sacrificar matrimonio, status y
cualquier otra bendición. Son las nueve de la mañana y le acaban de encomendar una nota
"humana" en torno del autor de un crimen a sangre fría, que va a ser ejecutado
a las nueve de la noche. Y algo le huele mal a Ev.
La premisa es vigorosa por varias
puntas. Como base de un thriller contra reloj, ya que Steve dispone de doce horas
para confirmar o desestimar la intuición de que hay gato encerrado léase pruebas
falsas en la causa. Como disparador de un thriller jurídico, en la medida
en que la corazonada de Ev tropezará con decenas de hipótesis de dudosa veracidad.
Claro que a diferencia de las Grisham movies (apoyadas en los best-sellers del
escritor millonario) e incluso del anterior opus de Clint (Medianoche en el jardín
del bien y del mal), el camino hacia la verdad no está sembrado de latosos alegatos
tribunalicios sino de acciones febriles. Las que encara Everett a contrapelo del bienestar
familiar, como queda dicho, pero también de las exhortaciones de sus jefes, esclavos de
la penosa "línea editorial" del Tribune. Si algo faltaba, el éxito de la
pesquisa no sólo está llamado a salvar al reo sino al propio Ev, que se expone a su
segundo, acaso definitivo, fracaso profesional.
El mayor mérito de Eastwood ha sido
honrar a ese punto de partida con un desarrollo trágico. El famoso olfato de Everett, a
la postre, no es otra cosa que su dignidad. "Es lo único que me queda", jura
varias veces ante su mujer. Y es cierto. Pero el olfato es más fuerte que él. Y la
confianza en lo único que le queda es su carta de salvación. La escena más
emotiva de la película (¡hay que llorar ahí!) tiene lugar en el calabozo de San
Quintín. Lejos de husmear boberías amarillistas, Everett induce al prisionero a recrear
por enésima vez las alternativas del crimen. Y concluye pétreo, señalándose la nariz:
"me importan una mierda tus creencias, tu Dios, tus ruegos. Pero estoy convencido de
tu inocencia y haré lo imposible para demostrarla". El reo es negro, místico y
moralista. Everett debe ser uno de los blancos más divorciados de la religión. Lo que
instaura magistralmente el film es la sensación de que la consecuencia con los
instintos (en este caso con el olfato periodístico) puede sellar a fuego las
alianzas más nobles. E insospechadas.
Hay numerosas referencias al propio
Eastwood (Everett es alcohólico como el imperdonable Will Munny, mujeriego como
Robert Kincaid el fotógrafo de Los puentes de Madison, impasible y
tozudo como el policía de Un mundo perfecto...) y tal vez una a Alfred
Hitchcock, a partir de un colgante que resulta tan revelador como el que lucía Kim Novak
en Vértigo. El "alegato contra la pena de muerte" no existe como tal,
pero cada una de las perversas connotaciones del castigo capital (desde las puramente
físicas hasta las burocráticas, pasando por las psicológicas y las judiciales) es
expuesta por el film con lapidaria meticulosidad. También se notan ciertas complacencias
que Eastwood-director obsequió a Eastwood-actor: Everett parece invulnerable como animal
sexual, y en las peleas que sostiene con los mandamases del Tribune (Denis Leary y James
Woods) por momentos parece que él fuera jefe de los otros. La veta cómica, por lo
demás, se beneficia con un par de aportes solventes, inesperados del propio Clint. Hay
que ver a Everett cuando, urgido como lo está, su hijita le pide un paseo y él la saca a
volar literalmente por el jardín zoológico.
Guillermo Ravaschino
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