Crímenes
oscuros es al cine de horror japonés contemporáneo lo que Don
Quijote fue a las novelas de caballería. Valiéndose del mismo esquema
narrativo, tanto Cervantes como Kiyoshi Kurosawa lo trascienden a la vez que
lo critican no sin cierta ternura. Es que tanto las novelas de caballería de
antaño como el cine de horror japonés actual están agotados, y sólo siguen
funcionando por inercia y por dinero. Kurosawa parte de la misma estructura
destinada a provocar sobresaltos que sostiene a buena parte del cine
asiático basándose en los mismos motivos y argumentos seriados hasta el
cansancio por aquellos films, pero para llegar a otro sitio, que tiene que
ver con el horror aunque no es exactamente lo mismo. El suyo es, en
realidad, un cine de terror. La diferencia parece mínima pero no lo es. El
cine de horror se dirige nada más que a los sentidos; el de terror convoca
miedos más profundos. Lo que no significa que si el agente provocador del
miedo es sobrenatural, la película sea de terror, o que si el susto proviene
de un loco que nos corre con una motosierra, el film sea de horror. El cine
de terror japonés (y asiático en general, porque tanto Corea como Tailandia
lo imitan) está poblado de fantasmas y, sin embargo, su esquematismo
estético es meramente sensorial, epidérmico. En cambio –y por poner
solamente un ejemplo– en Carretera perdida, de David Lynch, no se
puede probar que haya ente diabólico alguno, pero el plano de un pasillo de
su propia casa totalmente a oscuras perturba al protagonista tanto como al
espectador, y ni hablar del contraplano siguiente desde el mismo pasillo
deshabitado.
En la película
de Kiyoshi (lo llamaremos así para no pensar en Akira, con quien no tiene
nada que ver) hay un asesinato y un par de policías que deben investigarlo.
Uno de ellos, interpretado por Koji Yakusho (actor fetiche del cineasta),
lleva una vida solitaria y desvaída. Su novia aparece, limpia la casa, le
dice unas palabras y se va. Entonces él vuelve a su trabajo y comienza a
descubrir pistas que lo relacionan con el crimen. Paralelamente, empiezan a
sucederse asesinatos que siguen el mismo patrón del primero y comparten un
mismo detalle peculiar: el agua salada que aparece en los cuerpos de las
víctimas. Pero hay otro hecho desconcertante: en cada caso el asesino es
alguien muy cercano a la víctima y ligado por fuertes sentimientos a ella, y
una vez arrestado confiesa no haber sido consciente de lo sucedido, pero sí
de la aparición de una mujer vestida de rojo que comenzó a rondar su vida
unos días antes del crimen. La misma que viera el protagonista cuando
regresó a la escena del asesinato aquella misma noche. La misma que se le
aparecerá cada vez más seguido, primero como un sueño, después como una
presencia callada, más tarde como un color, finalmente como un grito. Nada
que no hayamos visto antes en alguna otra película del género; pero nada que
hayamos visto y escuchado como en esta película sin género. Porque lo
que hace Kiyoshi, al igual que en Kairo, Loft o Cure,
es transformar al género en un laboratorio de cine destinado a ensanchar las
posibilidades del plano, desquiciar la narración (no para abandonarla sino
para modificar su eje), y darle densidad al lugar común.
Un poema de
terror gótico, eso es lo que termina filmando Kiyoshi. En la metafísica de
su cine armado a pura racionalidad hay un vínculo indisoluble entre el amor
y la muerte que se parece a la literatura de Nerval o las películas
producidas por Val Lewton. Este último fue el notable productor de la RKO
que en la década del '40 diera forma a un inigualable ciclo de films de
terror que incluyó obras maestras como Cat People o I Walked Whit
A Zombie, basándose en la creación de atmósferas cargadas de tensión y
trágico lirismo. Admirador de aquel, Kiyoshi ha hecho de su obra un mundo en
el que prima la dolorosa pero elegante melancolía antes que el miedo,
siempre mucho más físico y guarango que aquella. A veces la desolación es
absoluta y radical (como en Kairo), a veces la distiende el humor
(como en Loft), pero siempre se impone su peligrosa belleza casi como
tentándonos a ver qué hay del otro lado del misterio. Porque el fantasma, en
el cine de Kiyoshi, somos nosotros mismos. La conciencia de lo que fuimos o
de lo que seremos, la imagen que aparece en el espejo de la película que
vemos. En todos sus films (y aquí también en la secuencia del vuelo del
fantasma) está el espectador representado, vampirizado por la propia
película, desdoblado, fatalmente convertido en proyección de los otros.
Porque todos sus films son, como el plano desde el pasillo a oscuras en
Carretera perdida de Lynch, una subjetiva del luminoso agujero negro que
somos.
Marcos Vieytes
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