En Cruz de sal, un thriller policial con aire local, todo lo
importante desde una perspectiva histórico-social parece quedar detrás de
bambalinas. Se trata de una historia, en principio, bastante sencilla: en el
verano de 1998 un grupo de amigos se encuentra en un club social del pueblo
para comer un corderito a la parrilla. Frente al avecinamiento de una
tormenta uno de ellos ejecuta, según la tradición local, un hechizo para
detener la lluvia. Trazan en la tierra una cruz con sal y en el medio de la
misma clavan un hacha. Efectivamente esa noche no llueve, pero se avecina
una segunda tormenta: al día siguiente encuentran los restos de una mujer
brutalmente mutilada.
A modo de
metáfora, la cruz trazada con sal implica un cruce de posibles culpables de
un asesinato. Aguirre (Juan Leyrado), el comisario, intenta desentrañar las
diversas pistas y huellas inscriptas en la escena del crimen, aunque muchas
de ellas parecen pertenecerle. Todos son sospechosos, incluyéndolo. La
metáfora apela a un cruce de tramas personales con algunas historias
azarosas y circunstanciales (de amor, de pasión pasajera) que se entretejen
con otra portadora de un trasfondo siniestro y vinculada con la última
dictadura militar.
La cruz por
tanto es elevada al cubo. Es decir, la cruz de sal (el hechizo) toma cuerpo
en el cruce de tragedias, las cuales vienen a inscribirse a su vez en la
escena del crimen: el cruce de caminos. Aguirre deshilvana cada una de estas
marañas: Medina (David Di Nápoli) y la prostituta, su ahijado con la propia,
él y su amante y finalmente la del médico local (Manuel Callau) y su víctima
(Sandra Ballesteros). Pero se trata de una víctima en un doble sentido. Es
víctima de un crimen, pero al ser confundida por otra víctima (una
parturienta secuestrada en la ESMA) es victimizada, no por la víctima
segunda sino por el olvido mismo, por la historia argentina. Un crimen sólo
parece dar luz a otro crimen. Por tanto, en este esclarecimiento policial
(llevado a cabo por Aguirre) nada se ilumina realmente. Los motivos del
asesinato son apenas vislumbrados para el espectador a través de algunas
imágenes subjetivas que permiten ver entre tinieblas la ESMA, los torturados
y una mujer a punto de parir. Estas imágenes son, sin embargo, vedadas a sus
reales protagonistas y, por tanto, Cruz de sal aunque termina con un
final esclarecedor (“este es el culpable”) no puede incursionar en la
aterradora historia argentina.
De alguna
manera el film parece posicionarse en un lugar que sabe limitado, lo cual,
en primera instancia, es entendible. ¿De qué manera abordar una historia
sobre desaparecidos hoy? La decisión del film es entonces no hacerlo.
Mostrar su existencia y luego exhibir su imposibilidad resolutiva. Como si
este segmento de la historia ya no pudiera ser aprehendido; exhibido sí pero
de forma cada vez más escindida y fragmentada. En este sentido, el film
puede encontrar algún punto de contacto con La cruz del sur de Pablo
Reyero, estrenada este mismo año. Al parecer esta cruz tampoco le pertenece
a nadie, remite a un NN, a algo cuyo cuerpo ya no puede ser
recuperado por imagen alguna. Sólo hay restos pero de historias y vivencias
que se tejen en la oscuridad y en el olvido. Y el cine, al parecer, ya no es
el campo para ese salvataje de imágenes. No hay mirada que llegue a
vislumbrar qué hay detrás de esas cruces.
Silvina Rival
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