Dentro
de Cuando los santos vienen marchando conviven dos elementos que en
un primer momento parecen casi antagónicos: cierto tratamiento minimalista
del espacio y un registro deudor del cine directo.
El film de
Andrés Habegger delimita su territorio de manera frecuente. Villa Lugano es
su lugar y la orquesta infantil que allí funciona, como parte del programa
ZAP (Zonas de Acción Prioritaria) de la secretaría de Educación del Gobierno
de la Ciudad de Buenos Aires, su objetivo. La película registra la orquesta
de Lugano, iniciada en 1998, integrada por 30 chicos de entre 7 y 13 años y
sus ensayos de los días sábados, donde aprenden a dominar su instrumento.
Pero sus
simplezas y sus limitaciones son el verdadero encanto del film y lo alejan
de cierta tendencia documentalista argentina de los últimos años que se
empeña en mostrar, con exuberantes dosis de pretensión y demagogia, la
radiografía de la crisis argentina. En este caso, el director de
Historias cotidianas logra, en los momentos de mayor intimidad, imágenes
y reflexiones que no resultan solemnes ni didácticas y que encuentran su
anclaje en el humor. Casi como anécdotas entrelazadas al compás de una
orquesta que no pone el acento en la finalidad sino en el proceso de
enseñanza.
En este sentido
(y en palabras de uno de sus responsables) el proyecto tiene mucho que ver
con aquella idea bajtiniana del carnaval: un método de disfrute y recreación
que iguala y equipara a sus involucrados, borrando todo tipo de distinciones
en favor de una empresa común. El aprendizaje funciona también como medio de
interacción social y, por qué no, como detonante de vocaciones y futuros
desarrollos.
Pero este aura
de emprendimiento y optimismo termina jugándole en contra al objetivo de
mostrar la vida de los habitantes a los que fue destinado el proyecto,
muchos de ellos residentes en zonas de emergencia.
El film queda
prendido de las posibilidades y el destino de los chicos y, poco a poco,
deja de lado las problemáticas que envuelven su cotidianidad. La falta de
una problematización concreta y la tendencia –hay que decirlo– a la
instrucción ramplona le restan rigor y le otorgan cierto aire concesivo. Si
bien desde un primer momento la cámara nos ubica en una Villa Lugano
detenida en el tiempo, olvidada, y los constantes planos de sus edificios
funcionan como los muros de una comarca que no será traspasada, la vida y
los padecimientos de sus habitantes requieren una lectura más allá de las
paredes que los contienen. El espacio elegido por Habegger resume muchos de
estos conflictos: la perenne desolación del paisaje, el peregrinaje de
inmigrantes en busca de un futuro menos mezquino, una sociedad que se vuelve
cada vez más sectaria, la falta de oportunidades que condena de manera
prematura; pero todo queda relegado por el hipnotismo que producen los
rostros de los chicos, ensimismados en sus instrumentos.
La claridad y
el compromiso con el que Habegger se involucra con el proyecto y con sus
protagonistas denotan el esfuerzo del realizador por acompañar el propósito
y quizá lograr su propagación (de hecho existe otra orquesta de similares
características en el barrio de Retiro), pero el punto de vista está mucho
más cerca del amor y la empatía que del antiguo legado griersoniano del
documental social.
Bruno Gargiulo
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