O me estoy volviendo paranoico, o el tema del heroísmo americano
–el héroe patriota, no confundir con el del cine de acción– se está
filtrando con alevosía, traspasando el género bélico, en un gran
número de superproducciones, creando un poderoso clima favorable a
los bombardeos que se vienen (más tarde o más temprano, pero se vienen).
Hace un par de semanas me tocó reseñar K-19, película que
algunos se animaron a postular como heredera del clasicismo hawksiano –la
preminencia del grupo, la amistad, la ética y el profesionalismo, algo
que podría verse en casi toda película de submarinos– y en la que
observé, en cambio, una insólita mutación "cultural" en
virtud de la cual un grupo de rusos comunistas adoptaba el heroísmo
individual y el american way of life como medios para el buen
vivir. Hoy, analizando Las cuatro plumas, no puedo sino encontrar
un mecanismo similar: una historia del pasado británico transformada en
épica de la cruzada yanqui.
La película dirigida por Shekhar Kapur está ambientada en 1884,
época de las campañas inglesas en sus colonias africanas. A un grupo de
jóvenes militares les llega la hora de probar su valentía y lealtad a la
patria en el desértico –y exótico– terreno de Sudán. Entre ellos
destacan los personajes de Heath Ledger y Wes Bentley: Harry y Jack. El
primero prometido de Ethne (Kate Hudson), el segundo su mejor amigo...
secretamente enamorado de la misma chica. A la hora de la partida, Harry arruga
con excusas varias: se pregunta –ingenuamente– qué intereses puede
tener el imperio británico en Sudán; alega su inminente enlace con Ethne;
confiesa que sólo había ingresado al Ejército por un par de meses para
satisfacer a su padre; admite, en fin, que le falta coraje para dar la
vida por los demás.
Ante su renuncia, sus compañeros y amigos se ofenden y se lo hacen
saber simbólicamente, mediante una cajita con las tarjetas personales y
una pluma por cada miembro: son tres sin contar a Jack, que todavía
espera que Harry recapacite. A ellos se sumará, para sorpresa del
espectador, su futura esposa. Demás está decir que las plumas representan
la cobardía. Así, como un dudoso McGuffin, las plumitas llevarán al
protagonista a un nuevo arrepentimiento, opuesto al anterior, en el que
admitirá que había sido dominado por la flojera de carácter y
emprenderá una solitaria aventura con resonancias bíblicas para proteger
secretamente a sus amigos en Sudán.
Ahora bien, este esquema puede ser equiparado o no con
honorables clásicos del pasado: el cine de Howard Hawks sería la opción
más fácil, puesto que siempre resaltó las bondades del individuo
americano para con sus compañeros, lo que hace que encaje de manera
coherente con la puesta en escena de cualquier batallón. Pero también
podríamos ver un sacrificio tarkovskiano adaptado al ritmo del
cine Mainstream, o una versión light de esos mundos de Martin
Scorsese regidos por segundas oportunidades, violencia y alusiones
religiosas. Y por qué no, una sombra de otro clásico, Gunga Din
(George Stevens, 1939),
con el cual Las cuatro plumas presenta varias similitudes
argumentales (claro está, sobredramatizadas). Lo que ninguna de estas lecturas
puede borrar es a todos esos actores hollywoodianos interpretando a
británicos que parecen americanos, luchando en los confines del mundo sin
cuestionarse las razones políticas y reduciendo ciegamente la guerra a una
situación que pone a prueba el coraje y la lealtad del individuo hacia
sus pares.
Todo esto se refleja también en lo estético. Empezando por la americanización
cultural, que no sólo pasa por la elección de los actores que
identifican al teenager estadounidense (antes protagonistas de 10
Cosas que odio de tí, Belleza americana y Casi famosos)
sino por la similitud con el presente. Las escenas iniciales evidencian
claramente que para las fórmulas
cinematográficas hollywoodianas la representación de otra época y nación pasa
por modificar el acento e invertir en vestuario y escenografía... no por
reproducir las costumbres. Los diálogos, las acciones, las
posturas –en una palabra, el comportamiento– de los personajes rompen
cualquier verosimilitud respecto de aquella Gran Bretaña. Que Harry se
presente con la cara pintada a una ceremonia muy tradicional es
absolutamente impensable.
Por otra parte, la visión de la guerra se afianza mediante hermosas
postales del campo de batalla y la participación de un personaje
secundario, el negro local, que traba una mística amistad con el
protagonista y sirve al guión de refuerzo del sacrificio, comparando
aquel que lleva a Harry a afrontar las crueldades de los salvajes enemigos
con el papel de ángel de la guarda que se autoadjudica el negro por
razones religiosas. Y ya que hablamos de enemigos salvajes, prestar
mucha atención a la escena de la gran batalla, fuertemente vinculada con
el western.
Para quienes no se alteran ante estrategias manipuladoras como la
descripta, hay que decir que el director lleva la aventura con buen ritmo
y pocos baches narrativos, y que los actores contrapesan con buenos
trabajos la inverosimilitud de la historia. Hablo de Ledger y Bentley, por
supuesto. Jamás me atrevería a elogiar la performance de Kate Hudson;
tras verla en dos películas ya la encuentro más insoportable que su
madre.
Ramiro Villani