Opera prima de Vincenzo Natali, este film canadiense parte de una premisa
relativamente original: media docena de almas encerradas en un cubo gigantesco, conformado
por centenares de cubos más pequeños e interconectados. No tienen agua ni comida, mucho
menos instrucciones. Ni siquiera saben por qué están allí, o cómo llegaron. ¿Podrán
escapar?La situación remite un poco a la
borgeana biblioteca de Babilonia y, más en general, a todas esas construcciones infinitas
y fatales que la mente humana pergeñó a través de los siglos. Lo asombroso, en todo
caso, es que El cubo no se limitó a imaginar sino a poner en escena, y lo hizo
de maravillas. La escenografía, muy vistosa, impone la sensación de claustrofobia
necesaria para que el engranaje de la historia se ponga en marcha. Los cubos que forman el
cubo son todos iguales en tamaño, no así en color, y sus paredes, traslúcidas, dejan
pasar rayos tenues de distintos colores. Muchos de los compartimentos esconden trampas
sangrientas, mortales.
Claro que si la escenografía puede echar a andar a
un film, no alcanza por sí sola para sostenerlo. Se precisan otras armas. Y acá viene el
dato triste: El cubo no las cuenta en su arsenal.
Lo primero que desentona son las frases imposibles,
tan vulgares como altisonantes. Con la misma información de que dispone el espectador (es
decir, ninguna) alguien declama con gravedad: "No hay conspiración. Nadie está a
cargo. Es un mecanismo inaminado operando bajo la apariencia de un Plan Maestro". En
fin. Los cambios de ánimo de los personajes son tan bruscos y arbitrarios que darían
risa... pero no la dan. Al cabo de unos pocos minutos ya estamos frente a uno de esos
típicos "grupos humanos" cuyos componentes no actúan como humanos sino como
marionetas de una fórmula gastada en miles de películas: colores surtidos (negro,
blanco... faltó el amarillo), variadas profesiones (policía, médica, ingeniero...)
destinados a unirse o morir en el intento. O ambas cosas a la vez. Las recientes Esfera,
Especies y otros films aun más olvidables se nutrieron de un esquema idéntico.
Las deducciones son el método que permite a estas
criaturas avanzar tortuosamente hacia el final del complicado laberinto. Y son de diversa
índole. Durante largo rato, por ejemplo, hay que escucharlos improvisar cansadoras
operaciones matemáticas. Después le llega el turno a la filosofía de salón. A la
sociología de bolsillo. A la psicología de pasillo. Y así.
Guillermo Ravaschino
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