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LA
DAMA Y EL DUQUE
(L'Anglaise Et Le Duc)
Francia,
2001 |
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Dirigida por Eric Rohmer, con Lucy Russell, Jean-Claude Dreyfus, François
Marthouret, Lèonard Cobiant, Caroline Morin.
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A los 81 años, Eric Rohmer se considera más allá del bien y del mal, y se
permite proponer un desafío con su último film, La dama y el duque.
Nunca ocultó sus ideas conservadoras, que ya en los ‘70 habían ocasionado
ácidas discusiones y el enfrentamiento y división en los Cahiers du Cinema.
Ahora ha dado un paso más allá, al presentar una revisión de la Revolución
Francesa que pocos se han animado a encarar: los hechos están narrados desde
el punto de vista de la nobleza.Rohmer siempre vuelve al tema de las
elecciones. En este caso, él mismo ha optado por la subjetividad de un
testigo de la época: la narración sigue las memorias de la escocesa Grace
Elliot (Lucy Russell), quien aceptó a Francia como su patria adoptiva, fue
amante del duque de Orléans y nunca renegó de su veneración por la
monarquía, al punto de negarse a dejar el país cuando los reyes fueron
hechos prisioneros. Esta dama (y Rohmer) entienden la revolución como una
aberración arbitraria y criminal. Su mirada es la de los nobles, por lo
tanto el pueblo está representado por hordas de seres primitivos, ignorantes
y violentos. Y los Comités de Justicia, administrados por una banda de
fundamentalistas. El duque (Jean-Claude Dreyfus), primo de Luis XVI, es un
personaje ambiguo, un noble que condena a su rey por su propia conveniencia,
y apoya la revolución con el no muy oculto deseo de verse coronado. En su
revisionismo anti-revolucionario, Rohmer ignora los orígenes e ideales del
movimiento, y lo sitúa en la peor época del Terror.
Como en toda la filmografía anterior de Rohmer, el punto de apoyo son los
diálogos entre los protagonistas, que el director desarrolla con una puesta
en escena teatral y estática, con la cámara fija frente al escenario,
durante largos y tediosos parlamentos.
Si bien el film es ideológicamente reaccionario, visualmente tiene un
aspecto renovador: mediante la tecnología digital ha recreado como marco de
la acción una París del siglo XVIII de cartón pintado que resulta
deslumbrante. basándose en imágenes de grabados y mapas antiguos. Esta
artificialidad intencional induce al cuestionamiento sobre la realidad de
los hechos mostrados en la pantalla.
Josefina Sartora
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