Es bien
sabido el poder que la música ejerce sobre los animales. Cuando no los
amansa, los lleva a su completa perdición (si no pregúntenle a cierto
flautista famoso). Danny The Dog parece basar su trama en esa idea.
De un tiempo a esta parte puede notarse cierta necesidad de filmar
películas de acción que, avergonzadas de su vacío, introducen temas
supuestamente profundos como para demostrar que "una de golpes y patadas" no
es saolamente eso, y que sus hacedores, como su público cautivo, son algo
más que una horda de salvajes sedientos de violencia irracional...
Danny (Jet Li)
es un hombre que, a sus 30 años, no ha conocido más que el mundo que su amo
le ha mostrado. Bart (Bob Hoskins), un usurero prestamista, de poca monta
pero grandes ínfulas, lo ha criado como una máquina asesina a su servicio
para deshacerse de (o asustar a, según corresponda) aquellos que no
entienden quién manda. "Criado" es una forma de decir que incluye un bonito
collar, una jaula-celda como hábitat y, Pavlov mediante, el desarrollo del
instinto y la anulación de cualquier sentimiento amoroso. Por casuales
destinos del guión, Danny se topará con Sam (Morgan Freeman), un afinador de
piano, sensible, amante de la música y ciego, que primero lo confundirá con
algún temeroso muchacho, para terminar, no mucho después, dándole cobijo en
su hogar luego de un trabajito de la pandilla que no termina nada bien.
Sam y su
hijastra blanca –hija de un matrimonio amigo ya fallecido y estudiante
de piano (Kerry Condon)– serán la imagen de familia por amor que le enseñará
a Danny que hay algo más que lo que conoció hasta ahora. Rápidamente
comenzará a descubrir su identidad perdida, y cuando Bart lo vuelva a cruzar
resistiéndose a perder así nomás a su "mascota" preferida, los dos mundos en
disputa harán eclosión.
Claramente la
película se divide en dos partes. Una que contiene las peleas sin cuartel,
bien coreografiadas (a esta altura ya un clásico), pura adrenalina y sangre
a raudales, y la otra que aprovecha el (melo)drama para plantear, además de
una suerte de bildungsroman para nuestro protagonista, una atmósfera
de qualité con música clásica y conciertos a tono con el estereotipo
"alta cultura" que estos productos manejan.
Ciertos toques
de humor y momentos de una ternura inesperada (para lo que veníamos viendo)
salvan a un guión que más que jugar con lo imposible se construye en base a
ello. No deberían extrañar estas mixturas que hibridizan géneros sin
demasiada profundidad (en este caso: artes marciales, melo y cine negro).
Pastiche posmo que, por otra parte, no sorprende viniendo de la pluma
de Luc Besson (Juana de Arco, El quinto elemento), que hace
rato se volvió el más hollywoodense de los directores franceses, en tándem
con la dirección de Louis Leterrier (El transportador) y el
protagónico de una estrella oriental del cine de acción que precisa
reinventarse para permanecer en el candelero.
Destacables
actuaciones de Hoskins y Condon, y el acostumbrado profesionalismo de
Freeman y Jet Li que, además de hacer lo que sabe (peleas increíbles con
innúmeros contrincantes), tiene que ponerse sobre sus espaldas un personaje
con un pasado secreto y oscuro y hasta llorar más de una vez, saliendo
bastante airoso de semejante trance. Interesante banda sonora a cargo de
Massive Atack.
No hará mal a
nadie, y uno se pregunta si a esta altura del partido no es ésta (así de
literal y poco sutil) la única forma de decir algo más, en un cine
que se elabora y se consume como chorizos. Pero cuesta tener que aceptarlo.
Javier Luzi
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