Es imposible mirar
Dear Wendy sin pensar en Lars Von Trier, así que comenzaré por tratar de
exorcizar su figura lo más rápido posible hablando de la parte que le toca
en esta película de Thomas Vinterberg (La celebración) escrita por
él. Como en Bailarina en la oscuridad, Dogville y la reciente
Manderlay, aquí también hay un espacio acotado, pequeño, casi
abstracto, que representa a los Estados Unidos de América menos como
territorio geográfico que cultural. Los planos cenitales de las marcas en el
piso de los decorados del film que protagonizaba Nicole Kidman, así como las
del plano del ficticio pueblo de Estherslope que vemos aquí, conforman el
mapa de un país imaginario al que Von Trier tanto más odia cuanto
influenciado se sabe por él, de un territorio experimental en el que ubica a
sus criaturas como un científico a sus ratas de laboratorio. El suyo es un
país de apuntes sociológicos, teología barata y géneros cinematográficos. Un
país de película y de películas: una idea de país formada menos por el
contacto y la experiencia de vivir en él que por (o contra) las convenciones
de la representación que el cine americano diseminó por todo el planeta. Y
el de Dear Wendy quiere inscribirse, más precisamente, en el
territorio mítico del cowboy y las armas usado como alegoría de la
prepotencia americana, cuando apenas si le alcanza para ser un western mal
entendido (que abona deliberadamente el terreno para más de un debate
estéril sobre la inseguridad cotidiana, el aumento del delito, etc., etc.,
etc., basado en el malentendido de que toda película de valía ha de proponer
un tema “importante”), pero no tan mal ejecutado. Claro que esto último es
mérito de Vinterberg, a quien por un buen rato parece interesarle más la
puesta en escena que la moraleja, los personajes que las marionetas, y el
cine que los sermones.
Sólo por
eso esta historia de cinco adolescentes descastados, que no encajan con la
rutina de un pueblo minero y descubren en las armas una solución postiza
para su alicaída estima, consigue edificar durante la primera mitad un mundo
ficcional excitante y autosuficiente. La cámara en mano, ostensible pero
discreta, los acompaña, los busca, los comprende, hace de la voz en off de
Dick la portadora del relato, nos involucra en el proceso de su crecimiento,
nos entusiasma con su música (The Zombies), sus códigos, sus juegos y su
ingenuo idealismo. Juntos deciden fundar una cofradía llamada Los Dandys que
se reúne en las ruinas de una mina abandonada, se dedica a la colección de
armas de fuego –a las que personalizan nombrándolas, y con las que
desarrollan una estrecha relación personal, pero a las que jamás disparan en
público–, a la práctica de tiro y a los estudios de balística; una cofradía
que tiene el aristocrático aire de la juventud sureña derrotada en la guerra
civil, más un aura de fatalidad romántica que anticipa la trágica apoteosis
del final. Un desenlace obsceno, exagerado y operístico que delata la mano
sádica de su demiurgo, empeñado en grabar a sangre y fuego su mensaje
pacifista, su contradictoria crítica de la violencia urbana. Un cierre
condenatorio que transparenta el verdadero y mezquino objetivo en virtud del
cual fue trabajada nuestra empatía hacia los personajes: demostrarnos
mediante el ejemplar castigo al que los someten qué les pasa a quienes
intentan escapar de esa rígida lógica determinista.
Hay
varios momentos de la película en los que el arma, como en las ficciones
borgeanas, impone su destino a quien la posee, revelándole al portador su
verdadera naturaleza de instrumento, lo ficticio de su voluntad. Pero a
diferencia de Borges, que celebra el coraje y la lucha en vez del suicidio,
el final de Dear Wendy, como todo el cine de Von Trier, exalta esa
progresiva pérdida de libertad del individuo que acaba en la entrega
gratuita de su propia vida elevándola a la categoría religiosa del
sacrificio (que incluye el consabido voto de castidad ritual, evidente en el
hábito de unos guerreros indios de atarse los testículos antes de ir a
pelear que fascina a Freddie, y en las alusiones a la virginidad de las
armas no usadas para matar). Por eso mismo es tan imperdonable el
trascendentalismo del final. Se entendería en un agnóstico como Borges, o en
la tragedia griega clásica regida por el ineludible imperio de la fatalidad
(a la que sin embargo respetaban en lugar de celebrar). Pero es inconcebible
en un reconocido creyente católico como mister Lars. Pues la validez del
sacrificio cristiano, para todo aquel que comparte dicha fe, radica en su
singularidad, en el carácter irrepetible e insustituible de ese gesto.
Imitarlo o predicar su imitación no sólo es inútil, y estúpido, sino también
criminal. Y eso es lo que termina pasando en Dear Wendy, pero
multiplicado por cinco, desbaratando el cariñoso vínculo establecido con sus
personajes a lo largo de la película y, peor aún, expulsándolos/nos del
paraíso que les habían preparado sin darles posibilidad alguna de redención.
Así el divino Von Trier, pintado de Autor y más papista que el Papa desde su
trono de celuloide, sigue juzgando a propios y extraños. Y yo, sin poder
exorcizarlo de la crítica, sigo preguntándome qué lugar le toca a Thomas
Vinterberg en todo esto: si el del feligrés paralizado por la visión de Dios
(léase la letra del Dogma 95) o el del sicario perverso que las va de
piadoso.
Marcos Vieytes
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