No es sencillo catalogar Despertando a la vida. Es un film de
animación, sí, pero muy diferente a los que suelen engrosar el género.
Primero, porque está dirigido a un público netamente adulto. Segundo, porque
pese a eso no es un film de humor subido de tono –como el genial South
Park, por ejemplo– sino un relato surrealista que filosofa y fantasea
sobre los grandes temas sin respuesta que marean al ser humano: la vida, la
evolución, la religión, el sueño, la realidad, etc. Tercero, por su estilo
visual. Richard Linklater filmó a los actores en formato digital, pero luego
convocó a 31 artistas para que pintaran libremente los fotogramas. El
resultado es incomparable.Tampoco a Linklater puede definírselo con un
par de adjetivos. Sus comienzos como exponente generacional se desvanecieron
rápidamente cuando su tercer película salió a la luz. Antes del amanecer
contaba una historia de amor con sólo dos personajes, sin una sola
referencia política. Luego de esa cima artística, el director perdió el
rumbo embarcándose en dos silenciosas películas comerciales. Despertando
a la Vida recupera la esperanza. Por lo audaz y arriesgado del proyecto,
y porque algunos aciertos de Antes del amanecer sobrevuelan sus
hipnóticas imágenes.
El protagonista es un muchacho atribulado que, tras ser atropellado por
un automóvil, sale en busca de respuestas existenciales.
El clima de extrañeza que la estética transmite induce ciertas dudas:
¿está despierto o soñando? ¿está vivo o muerto? Por un lado se entrevista
con pensadores de todo tipo: existencialistas, posmodernistas, biólogos,
psíquicos, psicodélicos y un largo etc. Cada charla es separada por elipsis
muy originales: personajes que se desdibujan o desaparecen de diversas
maneras. Si a esto se le agrega la capacidad de flotar y volar que va
adquiriendo el protagonista y escenas aisladas de personajes que no se
relacionan con él sino con la reflexión en general, el resultado es más que
complejo, como también el entendimiento de lo que está sucediendo.
Pero a Linklater no le interesa la rígida lógica del mainstream americano
sino la libertad y la inspiración. Y ambas confluyen aquí.
Las conversaciones que mantienen los diversos roles secundarios con el
joven protagonista se contraponen unas a otras. No todos pueden estar en lo
cierto, pero lo que los une es el empeño y el placer con el que intentan
convencer al receptor (protagonista y espectador).
No es un capricho cinéfilo la reaparición de Jesse y Céline, los
entrañables enamorados que recorrían Viena en Antes del amanecer. El
ejercicio mental al que tan naturalmente se dedicaban en sus caminatas (como
imaginar hipótesis para refutar la reencarnación basándose en el creciente
aumento de la población humana o calcular el tiempo de vida inconsciente del
cerebro de un recién fallecido) podrá resultar ridículo, pero siempre
transmite el regocijo del vuelo intelectual.
Algo de eso hay en Despertando a la vida, aunque ya no pertenece a
los personajes, sino a la película. No hay tanto diálogo como discurso.
El protagonista pasa gran parte del film como un espectador más, pasivo ante
el relato de cada especialista. Lo que, sumado a la velocidad y densidad de
las explicaciones y lo extravagante de la animación, puede provocar en la
platea una momentánea sensación de ahogo y sobrecarga de información
audiovisual. Pero la mirada del film no es nunca unidireccional, ni
aleccionadora.
De nuevo: lo que aquí se privilegia es el solo hecho de charlar, pensar y
fantasear respuestas a preguntas insolubles. Quizá por eso el final elegido
es el más inesperado. Poético, bello, pero muy lejos de lo real.
Aunque al principio pueda decepcionar, provoca en el espectador el deseo de
crear él mismo su propia resolución, su respuesta.
Difícilmente un espectador de Despertando a la vida salga del cine
y se olvide al instante de la película. Muy probablemente dedique el viaje
de vuelta a su casa o la charla de café a repensar e imaginar las preguntas
que plantea Linklater. El realizador consigue entonces, mediante el original
escamoteo del final, la reflexión del otro. El abandono de la pasividad y el
contagio del ejercicio intelectual.
Ramiro Villani