Destino final es una película norteamericana
de bajo presupuesto enrolada dentro del rubro terror-suspenso. O más propiamente, dentro
de esa legión de films que arrancan poniendo en pantalla a un grupo de adolescentes
vivitos y coleando, y acaban con pocos o ninguno de ellos en pie (tal vez por eso haya
sido comparada con la saga Scream, aunque no hay muchos otros
puntos de contacto). No es una obra maestra, pero asoma la cabeza entre el montón.
En el film dirigido por James Wong
(responsable de muchos capítulos de la teleserie "Código X") no hay ningún villano del
otro lado del horror, sino simplemente "la muerte". Pero la muerte, aquí, obra
con la premeditación y la deliberación que suelen animar a los asesinos corrientes. El
asunto se plantea con prontitud, y empieza a girar velozmente en torno de Alex Browning,
parte de un grupo de 40 alumnos de coqueta High School que están a punto de
volar a París en viaje de estudios. A poco de abordar el Jumbo Alex tiene la visión
de un horripilante accidente aéreo que culmina con esa misma nave desplomándose en
llamas; con él y sus compañeros muertos. Por supuesto que eso es lo que sucede realmente
pocos minutos después. Sólo que Alex, una maestra y algunos de sus amigos se salvan. La
frutilla de la torta está en este primer segmento. La catástrofe imaginaria no tiene
nada que envidiarle a ninguna de las que ofrecían todos esos films que empezaban
llamándose Aeropuerto, con la ventaja de que aquí todo sucede más rápido. Y
el accidente real opera como un perfecto contrapunto del ficticio, a cuya vigorosa
multiplicidad de planos le opone uno solo: el de la imagen que ven los protagonistas desde
el gran hall vidriado (sólo hasta el ¡bum!, por cierto) del aeropuerto. El compás
de espera que se abre en este punto es muy prometedor. Lo mejor que puede decirse
de Destino final es que no lo deshonra por completo.
El certero "pálpito" de
nuestro héroe hace que dos sabuesos del FBI (típicamente desorientados, cuando no
perplejos) empiecen a sospechar de él. Poco tiene para ofrecer esta veta, tan transitada
por lo demás, amén de malentendidos consabidos y fastidiosos. Pero Destino final
no se concentra en ellos sino en los adolescentes, enfrentados a esas muertes prematuras
que los tienen a mal traer. Porque claro, uno a uno empiezan a caer los sobrevivientes del
desastre aéreo. A instancias de Alex, que ata cabos más convencido que convincente (y no
es que actúe mal sino que el guión no lo ayuda), los que van quedando terminan
extrayendo la siguiente enseñanza: hay un plan, la Fatalidad se ha confabulado en su
contra. O mejor: a cada cual le llega su hora, y la suya estaba asociada de antemano con
el fatídico vuelo 180. La Muerte, pues, volverá por ellos. No es una idea débil, como
que estuvo detrás de la estupenda Carnaval de almas de Harold Harvey (gema de
1962 que aprovecho para recomendarles), aunque aquí se impone mediante conclusiones
apresuradas y razonamientos improbables. Es que, precisamente, Herk Harvey puso a
esta idea por detrás: se la guardó en la manga, hechó leña al fuego del
suspenso con recursos tanto más nobles cuanto sutiles, ahorró palabras y decesos
esto es, meras muertes físicas y la fue madurando con
maestría. Volviendo: la cuestión es que nuestros muchachos no se sientan a esperar la
Parca; le darán batalla.
Lo que evita que Destino final
se desplome como el Jumbo son ciertos detalles que la mayor parte de sus compañeras de
rubro suelen descuidar. La sonorización y la música incidental son el fruto de un
trabajo riguroso, que consigue potenciar las acciones sin taparlas. Los efectos
especiales no son baratos (como se dijo por ahí) sino saludablemente discretos.
El montaje también. Nadie sobresale pero tampoco desentona en el elenco. No todos, pero
sí muchos "sustos puntuales" categoría crucial en este tipo de
películas están bien planteados, y lo suficientemente espaciados como para que no
se los vea venir. No puede decirse lo mismo de las inflexiones argumentales. Sin embargo,
los que se salvan al comenzar no son uno o dos, sino media docena de adolescentes. Con lo
que el film, más allá de sus líneas predecibles, tiene ocasión de avanzar raudamente,
diezmándolos sin solución de continuidad.
Guillermo
Ravaschino |