Cada aparición
cinematográfica de Mel Gibson es relevante. Las películas que dirige y las
películas en las que actúa pueden ser buenas o malas, pero la intensidad del
tipo está fuera de toda duda. Detrás o delante de cámara deja su marca, y
esa marca es oscura. Gibson es un perturbado, un violento, un perverso, un
atormentado, y eso se nota en lo que hace. Hay algo primitivo en este hombre
que comenzó haciendo cine en Australia, acaso capital del cine primitivo, a
juzgar por las películas de Peter Weir que una y otra vez vuelven sobre los
impulsos subterráneos a la civilización, las sádicas Mad Max de
George Miller, la fundacional y recientemente recuperada Wake in Fright,
cumbre de la barbarie nihilista filmada por Ted Kotcheff, o las mil y una
exploitation filmadas durante los '70 y '80 repasadas por el salvaje
documental de montaje que es Not Quite Hollywood.
Jodie
Foster, directora de La doble vida de Walter, no está hecha de la
misma madera que Gibson, y esta película puede verse como una versión de
Jekyll y Hyde en la que directora y actor representan el desdoblamiento de
Stevenson entre el bien y el mal, o entre la salud y la enfermedad. Cuando
se impone la oscuridad de Gibson en la puesta en escena, la película se
asoma a lo siniestro incluso por la vía del humor (negro) y hasta la
perversión sexual. Pero en líneas generales triunfa la visión
sentimentaloide, tranquilizadora, progresista y civilizada de Foster,
claramente manifiesta en un plano conciliador cercano al final de la
película en la que su presencia en cuadro responde menos a la identidad de
su personaje, esposa del personaje de Gibson, que a la de su función como
directora, exhibiéndose maternalmente como aquella que monitorea la curación
de sus criaturas.
El título
original de La doble vida de Walter es El castor y refiere al
títere de mano que el protagonista encuentra tirado en la basura y a través
del cual empieza a hablar y consigue, inicialmente, recuperarse de su
depresión, ser aceptado nuevamente por su esposa, entablar una relación
fluida con su hijo menor, y tomar la iniciativa en su empresa. Así que
Walter no tiene doble vida en el sentido de ocultación que suele dársele a
la expresión, pues anda siempre en público con el títere, que no se saca
nunca de su mano derecha. Lo lleva consigo cuando se baña, cuando trabaja,
cuando hace el amor con su mujer, en una secuencia que conforma uno de los
tríos más extraños que se hayan filmado desde Max, mon amour, de
Nagisa Oshima, en la que Charlotte Rampling era una parisina que introducía
a su mono amante en sociedad. Pero esto es Estados Unidos, donde imperan la
ley y el orden, y toda desviación de la norma debe ser (auto)castigada, lo
que da lugar a un final en el que la compulsión punitiva del argumento, no
acompañado por una puesta en escena acorde a su radicalidad, impone la cura
drástica y el pronto consuelo a tan organizada amputación.
Marcos Vieytes
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