El danés Lars Von Trier ganó
su fama como fundador del Dogma 95, grupo de cineastas que sostenía en uno
de sus principios básicos la necesidad de que el cine se atuviera a filmar
exclusivamente de manera realista o más aun, naturalista. Es interesante
observar la evolución de los dogmáticos. Esta nueva película de Von
Trier, que tuvo un sonado éxito en el último Festival de Cannes, se coloca
en los antípodas de sus postulados de entonces y se encuentra más cercana al
distanciamiento que proponía Brecht que al naturalismo. Dogville
está concebida a partir del puro artificio y constituye la pura metáfora,
desnuda, obvia, gruesa. Su visión me produjo reacciones muy distintas,
algunas contradictorias, porque que estaba frente a un film notablemente
bien realizado pero también efectista, con un elenco excepcional, y por otra
parte sentía un profundo rechazo por todo lo que allí se contaba.
Ya hemos tenido varias
oportunidades de comprobar el afán abarcador, ambicioso, desmesurado de Von
Trier. En su último film, ensaya la conjunción de teatro y cine, a través de
una puesta en escena muy impactante: como Dios, el espectador tiene en la
primera toma una mirada cenital del set, un gran espacio negro, un enorme
escenario en cuyo piso se hallan pintados los croquis de las casas de
Dogville, un modesto pueblito cuyos habitantes viven a lo largo de una breve
calle. En la planta de cada casa está pintado también el nombre de su dueño,
y la ausencia de paredes y la consiguiente visibilidad permanente expresa la
exposición de todo lo que allí sucede, sin fronteras entre lo privado y lo
público. Un fondo negro o blanco indica si la escena es nocturna o diurna, y
a la vez limita el alcance de la mirada al pueblo mismo. Los habitantes son
testigos de todo lo que ocurre en su pueblo pero no ven más allá del camino
que llega a Dogville. La utilización de los medios literarios se vale del
magistral John Hurt, cuya voz en off oficia de narradora, a la manera
de los cuentos tradicionales, de una historia estructurada en nueve
capítulos, cada uno de los cuales tiene un título que anticipa lo que
ocurrirá. De manera que un comentario –sutilmente irónico– completa la
acción. A pesar de que cada título anticipa lo que veremos, el interés no
decae durante las tres horas que dura la película. La historia pretende ser
un retrato de la psicología de una cultura; en este caso, la clase más
humilde de los Estados Unidos, que vive en un relativo aislamiento, en los
años de la Depresión. Y funciona como un cuento moral sobre los niveles de
crueldad a los que puede llegar una comunidad.
A este
pueblo cerrado llega Grace (Nicole Kidman) perseguida por unos gangsters,
pero no tenemos mucha información sobre las razones de su huída. Desde el
principio, la figura delicada de la mujer y su vestimenta contrastan con el
aspecto de los rústicos y muy sucios habitantes de Dogville. El pueblo
recibe a la desconocida con ciertas prevenciones típicas del rechazo al
diferente, pero gracias a la mediación de Tom (Tom Bettany), suerte de líder
o vocero de la comunidad, es aceptada en asamblea popular a cambio de su
colaboración en las tareas domésticas en cada hogar del pueblo. Grace hará
honor a su nombre: es una joven sensible y amable, vulnerable pero de gran
temple, y su presencia traerá un soplo de optimismo, de mejora en las
condiciones de vida de cada familia. En una primera etapa, vemos cómo
evoluciona favorablemente esa comunidad cuya esencia folklórica tantas veces
ha plasmado el cine, desde John Ford hasta David Lynch. Sin embargo, la
situación no se sostiene: cuando del exterior llega la noticia de que se ha
puesto precio a la cabeza de Grace, el pueblo le cobrará el costo de
protegerla, volcando sobre ella sus instintos y deseos más miserables. Así,
se arma una fábula sobre la corrupción, los mecanismos de poder y la
venganza. Grace debe sufrir su martirio (una vez más, en el cine de Von
Trier, el sacrificio femenino; una vez más, el abuso del ser humano por su
semejante) y sobrellevar una situación en la que la explotación, la
humillación y la perversión llegarán a niveles tan insoportables que pondrán
en crisis su integridad y sus criterios sobre el bien y el mal.
Pese a
la puesta teatral, el film es un festín de cine,
no se puede negar la destreza de Von Trier:
la cámara al hombro se mezcla entre los personajes, filma agresivos primeros
planos, realiza cortes caprichosos sobre tomas a medio encuadrar, logra
algunas imágenes bellísimas. Si creíamos que Nicole Kidman ya había dado
todo de sí, nuevamente ejecuta una interpretación formidable, con una
estupenda modulación del personaje en su lucha externa con el otro e interna
con sus propios valores morales. Aunque lo de Kidman vale el film,
sus compañeros no deslucen en un elenco estelar: Ben Gazzara,
Lauren Bacall,
Chloë Sevigny, Patricia Clarkson, James Caan y Stellan Skarsgard encarnan
tipos populares con tal solvencia que nos ayudan a asimilar la
artificialidad de la puesta y a meternos en el drama.
En ese
descenso a los lugares más oscuros de la humanidad hay un exceso de
simbología que abruma al espectador. Dogville es un pueblo donde impera la
barbarie, desde su nombre (y por si alguien no lo comprendió, ¡Grace se
ocupa al final de calificar a sus habitantes de perros!) hasta el nombre del
perro virtual, Moisés, el depositario de la ley, que está dibujado.
El cine
ha representado en muchas oportunidades el efecto de la llegada de un
extraño a un grupo humano, y cómo el elemento diferente modifica el orden
previo desatando lo mejor y peor de cada uno. Pero no esperemos nada de la
sugerencia del Pasolini de Teorema reflejada en Dogville. Von
Trier no calla nada, su metáfora deviene literalidad y no deja de actualizar
todas y cada una de las fantasías: todo está explícito. Imbuida de
religiosidad, su moraleja resulta pedante, altisonante y pretenciosa. Sólo
en los últimos minutos, el film experimenta un giro estilístico y moral:
afloja su solemnidad –subrayada en cada momento mediante la banda sonora– en
un desenlace en el que predominan el cinismo y un humor corrosivo y banal.
Cabe pensar al fin si Dogville no es en realidad el gran monumento
cínico de un escéptico.
Los
títulos finales de la película se sobreimprimen a una serie de fotografías
de marginales de la comunidad yanqui: gente sin hogar, desocupados,
carenciados, la trastienda más oculta, más negada de la sociedad
norteamericana. Von Trier sugiere que esos han sido sus modelos para los
personajes del film: pobre opinión, anti-romántica, teñida de miserabilismo,
de la clase más necesitada. Y ensayando una interpretación más audaz: está
proponiendo que justamente esa clase social es generadora de la violencia y
la delincuencia.
Dogville quiere
ser la parte inaugural de una trilogía en la que Von Trier reflejará su
visión de los Estados Unidos (no es la primera vez que su cine ejerce una
mirada crítica hacia ese país que nunca ha visitado: Bailarina en la
oscuridad constituyó su primera provocación). Y aunque su literalidad
haya producido tal reacción que su estreno aún permanece postergado en los
Estados Unidos, lo que se desprende de Dogville es una crítica a la
humanidad toda, ya que el pueblo es un microcosmos reconocible en cualquier
lugar del globo. El mensaje moralista, pues, está dirigido a toda la
humanidad. Y eso lo hace más indigerible todavía.
Josefina Sartora
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