| Chupar un clavo. Ir a ver
    Dos hermanos es como chupar un clavo. Quiero decir que la película es 
    un clavo, que Daniel Burman esta vez no da en el clavo (porque lo suyo está 
    ligado al acierto con que retrata ciertos tipos sociales en situaciones 
    urbanas reconocibles) y que verla resulta tan desabrido como tener uno entre 
    los labios. Puede que el más frecuente de los usos que se atribuyen a esa 
    expresión esté ligado al tedio, al aburrimiento con que ciertos espectáculos 
    nos decepcionan. También es cierto que ese tipo de acusación suele lanzarse 
    indiscriminadamente contra películas y directores que tratan de eludir las 
    convenciones cinematográficas al uso. Pero tal no ha sido nunca, o casi 
    nunca, la seña de identidad de Daniel Burman, de quien se ha dicho que es 
    quizás el más sólidamente costumbrista de los directores argentinos que 
    contribuyeron a la renovación ocurrida a partir de la segunda mitad de los 
    90. Ahí están películas como El abrazo partido y Derecho de 
    familia para apuntalar lo antedicho. A diferencia de aquellas, tanto 
    El nido vacío como esta última se ocupan de generaciones cada vez más 
    cercanas a –o ya instaladas en– la vejez (y esto parece atenuar su vigor 
    estilístico).
 Los 
    hermanos en cuestión (Graciela Borges y Antonio Gasalla) viven en la Capital 
    Federal y pertenecen a una clase media venida a menos, ese medio pelo que, 
    por defectos de formación y coyunturas adversas, acabó encerrándose en la 
    impostura de negar su miseria y decadencia. Ella es controladora, agresiva, 
    y tiene hábitos como el de robar la correspondencia de su vecino para 
    colarse en eventos a los que no ha sido invitada. El ha cuidado a su madre 
    desde hace ya muchos años, sometiéndose a los caprichos y abusos 
    (económicos, entre otros) cometidos por su hermana para no confrontar con 
    ella, y descartando la posibilidad de una vida en pareja por razones que no 
    parecen vinculadas a la indecisión sexual, sino a la resignada aceptación de 
    un statu quo familiar y social represivo. Pero el punto de vista que 
    una generación y una clase social desplegaron sobre las definiciones 
    sexuales y políticas, como el sentido y la función del arte y del 
    espectáculo (tópico que también emerge a partir de una línea dramática 
    subalterna), son eludidos por una narración que procura no incomodar a nadie 
    ni profundizar en nada, fomentando así la impresión de que las taras, los 
    vicios y las limitaciones de los personajes pueden ser también los de la 
    película. El 
    azul y el gris suelen ser tonos cromáticos dominantes en la filmografía de 
    Burman. Aquí son un signo de insipidez y rutina que va más allá de la 
    función expresiva que cumplen, para impregnar por completo a la puesta en 
    escena, desapasionada, monocorde y un tanto condescendiente. Burman y Sergio 
    Dubcovsky (autor de la novela y coguionista junto al director) son capaces 
    de observar y señalar limitaciones de unos personajes desvelados, entre 
    otras cosas, por conocer a Mirtha Legrand, pero no tienen la audacia 
    necesaria como para convertir eso en un hecho estético (imagínense el juego 
    entre realidad y representación que hubiera supuesto la aparición de Mirtha 
    haciendo de sí misma junto a figuras públicas como Gasalla y Borges), o en 
    un hecho dramático que nos involucrase emocionalmente poniendo en suspenso 
    los (pre)juicios que los espectadores –y la propia película– tenemos sobre 
    los medios o el lugar que las figuras públicas ocupan en la vida cotidiana. 
    En el peor de los casos, el “incidente Legrand” es una evidencia mínima de 
    la sensación de superioridad que la película manifiesta con respecto a sus 
    propias criaturas, quizá la causa mayor de la frialdad que genera. En el 
    mejor, es un paso de comedia cuya gracia se agota en el trailer. Marcos Vieytes      
    
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