Enterrado
se nos presentaba a priori más como un concepto de marketing (un
hombre en un ataúd durante una hora y media) que como una película. El
desafío (porque, como sucede en muchas películas "de concepto”, la puesta en
escena se estructura alrededor de un “problema a resolver”) del realizador
español Rodrigo Cortés era traducir en términos cinematográficos la
experiencia bastante anticinematográfica de estar enterrado vivo ocultando
los mecanismos de formulación de ese relato para armar una narración de
género convencional... o exponerlos adrede y construir una película desde la
abstracción y la opacidad discursiva.
Enterrado cobra
fuerza cuando se inclina por la segunda opción, y se vuelve más rutinaria
cuando se abandona a reproducir lugares comunes genéricos o a generar
tensión con trampas narrativas. Es que, en su encierro y depuración formal,
Enterrado es esencialmente una versión del Kammerspielfilm
(adaptación al cine del teatro de cámara ideado por Max Reinhardt, en el que
se intenta crear una sola unidad de espacio y tiempo y desarrollar la acción
en espacios confinados para generar, por un lado, mayor intimidad con el
espectador y, a la vez, la sensación de encierro) llevada al extremo,
utilizando a un único actor en la película (Ryan Reynolds) que se comunicará
por teléfono celular con otros cuyas voces siempre aparecen en off, sin
abandonar nunca el espacio cerrado del ataúd.
Cortés
recorre ese espacio con planos cerrados y travellings circulares,
tratando de trasmitir la atmósfera opresiva del cajón. Pero lo que lleva a
cabo es menos un retrato realista y objetivo del encierro (por eso prefiere
utilizar elipsis antes que respetar el tiempo real de la acción) que la
experiencia subjetiva del personaje de Ryan Reynolds. Por eso las
dimensiones del ataúd pueden dilatarse o contraerse, no sólo para acomodar
la cámara en un espacio tan reducido (gran problema logístico de
Enterrado), sino para expresar las diferentes sensaciones de soledad,
claustrofobia y desesperanza que se apoderan sin solución de continuidad del
personaje protagónico. Desde ese punto de vista, los dos travellings
que finalizan el primer y segundo acto no sólo están justificados, sino que
también permiten acentuar la identificación con el protagonista, y son, por
lo tanto, pertinentes. Y así la película recurre a la abstracción de la
realidad concreta y se vuelve sensorial, y expresionista en la forma de
retratar el espacio, capaz de modificarse según el estado subjetivo del
protagonista. Cuando Cortés pone el acento en eso, el encierro es absoluto,
desesperante, y la película ya no es “un hombre en un ataúd por una hora y
media”, sino el retrato del “más terrorífico extremo que jamás haya caído en
suerte a un simple mortal”, como dice Edgar Allan Poe en su cuento “El
entierro prematuro”, y todas las sensaciones subjetivas que vienen
relacionadas.
Pero
esa tendencia a la abstracción y al subjetivismo entra en tensión con el
definido propósito de hacer una película de género, porque ésta es una
producción española y el cine de género de ese origen cotiza en alza.
Entonces la película intenta decir algo sobre la guerra de Irak (Reynolds
encarna a un camionero contratado para transportar mercancías en aquel
país... ), sobre la burocracia gubernamental y sobre la maldad de las
corporaciones, y uno se termina preguntando qué importa todo eso en una
película de “un hombre en un ataúd por una hora y media”. Y para colmo, para
dosificar la tensión (como si hiciese falta), incluye música extradiegética
y una improbable secuencia con una serpiente que, si no nos mostraran un
plano del hueco en el ataúd por el que entró, pensaríamos que fue puesta en
el cajón por el mismísimo director, aterrorizado por la falta de acción en
la película. Este esquematismo se multiplica por todo el relato (el ridículo
acento del terrorista, que repite una y otra vez “five million money” como
si en su extenso vocabulario inglés no existiese la palabra “dollar”; la
petaca con infinito brebaje; las eternas contestadoras automáticas; la madre
con Alzheimer), para terminar con un final de una crueldad gratuita
vergonzante.
Es una lástima que la
construcción de una película de sensaciones sea dilapidada por el imperativo
genérico. Lo que le faltó a Cortés es aprender la lección más importante del
Kammerspielfilm: depurar y simplificar, para llegar al gesto mínimo que
delate la autenticidad de la experiencia subjetiva, sin hipérboles
dramáticas o excesos retóricos. Y así, finalmente, poder detectar las
sensaciones fundamentales del entierro prematuro. En palabras de Poe: “La
insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la
tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha
morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que
abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor”.
Hernán Ballotta
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