Está claro que en Fabricante de estrellas renacen ciertos temas, cIimas y
escenarios de Cinema Paradiso, el producto que se alzó con el Oscar al mejor film
extranjero de 1990, pero también se nota que su director, el italiano Giuseppe Tornatore,
empieza a superar la receta que lo consagró. El lugar vuelve a ser Sicilia, son tiempos
de posguerra más precisamente el año '53, cuando aparecían por la zona los
primeros aparatos de TV y el protagonista, una vez más, es un profesional ligado de
manera tangencial al cine. A diferencia de aquel proyectorista que servía como excusa
para una avalancha de citas cinéfilas en Cinerma..., el cazador de talentos que
compone Sergio Castellitto (el incansable fornicador de La carne, de Marco Ferreri)
se dedica a recorrer provincias a bordo de una camioneta tapizada con afiches de actores
célebres de la época. Allí carga una cámara de 35 mm, un micrófono y unos cuantos
kilos en equipos de iluminación, con los que monta su pequeño estudio en cada plaza,
tras anunciar con un megáfono que tomará pruebas de cámara a los que quieran ganar fama
y dinero con el cine. A cambio, claro está, de 1500 liras "para cubrir los costos de
revelado".
El negocio de Morelli florece al
compás de la fascinación de los campesinos, convencidos de que en cuestión de días
llegará la prometida carta de la productora Universalia, con asiento en Roma,
convocándolos para el estrellato. Las vanas ilusiones de posguerra, el auge del
neorrealismo, que utilizaba actores no profesionales como los convocados por Joe, y el
aura celestial que todavía revestía al cine estadounidense al mundo de ese
cine, superior al terrenal y habitado por las divinidades glamorosas del star system
forman parte de un contexto que consolida la tarea de Morelli ante los ojos del
espectador. Los rostros de sus pobres clientes, a los que hace recitar un par de
Iíneas de Lo que el viento se llevó, nutren una galería de primeros planos
deslumbrados (a veces coronados por el llanto, por la confesión quejosa o por el ataque
de nervios, en arrebatos propiciados por la cámara) que acaban conformando una suerte de
retrato colectivo de los postergados de Sicilia, la otra cara de la isla que no tiene
tanta fama como los mafiosos.
Hay bolsones de obviedad, resabios,
como ese plano general en el que todos los pueblerinos, absolutamente todos, se pasean por
las calles repasando el bocadillo que Clark Gable le decía a Vivien Leigh, o esa escena
en la que unos bandidos le perdonan el pellejo a Joe y hasta terminan pagándole para que
los filme, como si la cámara, más que deslumbrar, idiotizara. El perfil de Joe Morelli,
en cambio, goza de una ambigüedad que sostiene el rumbo con firmeza durante buena parte
del relato: ¿tendrá rollo su cámara? ¿hasta dónde engaña al mundo este hombre, que
parece conmoverse más que nadie ante las virtudes fotogénicas de los desdichados que se
le cruzan (y que las tienen, como que llenan cómodamente la pantalla de Tornatore)?
Morelli, en todo caso, pasa tanto rato engañando a los paisanos como al público, y aun
autoengañándose. En el éxtasis del embaucador ante sus víctimas podrá rastrearse,
luego, la semilla de su transformación. Porque a Joe le cuesta sustraerse al bien que,
aunque no busca, ejerce fugazmente sobre los campesinos, quienes encuentran en las pruebas
de cámara el alivio de una confesión. Alivio que él no podrá permitirse mientras
persista con la trampa (como le ocurría al protagonista de El cuentero, ese
extraordinario ensayo de Fellini previo a La dolce vita).
Que la redención venga de la mano de
una hermosa adolescente (Tiziana Lodato) acaso no haya sido la mejor idea, sobre todo si
se considera que Tornatore la utiliza para igualar al público con cierto viejo verde que
se excita contemplándola desnuda. Cierto es que la escena del manicomio pesa por
melodramática, y que la última secuencia de montaje vuelve a descender a la obviedad,
con los fallidos aspirantes a stars sobreimpresos con el rostro atribulado de
Morelli (cuando las voces en off de ellos ya sobraban para comentar la angustia
de él), pero Fabricante de estrellas tiene suficientes aciertos como para celebrar
que Tornatore haya empezado a despegar de las chapucerías con que conquistó el aplauso
de los cenáculos hollywoodenses.
Guillermo Ravaschino |