Hay otro mundo y está en éste. La idea simple, genial, de
Paul Eluard sirve para expresar, si se la invierte, la esencia de los mundos fantásticos
más consistentes de la Ciencia Ficción. En esos otros mundos se intuye la presencia de
éste. Sobre un universo infinitamente distante, Andrei Tarkovski montó un estudio
pormenorizado de las relaciones entre las personas que postula al ser humano como
naturaleza cambiada y cambiante (Solaris, 1971). Alphaville (Jean-Luc
Godard, 1965) y 2001 (Stanley Kubrick, 1968) también buscan algo de este planeta
en sus universos de ficción. Profundamente disímiles, estas películas comparten una
preocupación: dotar al mundo que proponen de la suficiente complejidad y nexos internos
como para que se imponga como una globalidad autónoma. Ahí está la base de la
verosimilitud bien entendida. Por el contrario, el futuro que sugiere François Truffaut
en Fahrenheit 451 (sobre la novela de Ray Bradbury) sólo porta buenas intenciones
y una enorme, irremediable confusión.
El dato esencial de ese planeta
que podría ser la Tierra es la prohibición de los libros, vigilada por un cuerpo de
bomberos que en lugar de apagar los incendios los inicia, para reducir a cenizas ensayos y
novelas. Los firemen (hombres de fuego) son los guardianes del orden social y
actúan en virtud de denuncias de ciudadanos estimulados por siniestras campañas
televisivas. Cierta frigidez en los rostros sugiere las generales de un mundo
"feliz", insensible y acrítico.
Como se filmó con pocos recursos, el relato no
apuntala, desde lo visual, la coherencia interna de ese universo ficticio. Pero son sus
pretensiones socialmente críticas las que se van a pique más ruidosamente. Los firemen
de Fahrenheit tienen apariencia de androides o de autómatas. Esto es: son harto
chatos para emanar de ellos mismos los intereses que alimentan sus acciones... y sin
embargo no aparecen instancias superiores en todo el desarrollo de la narración. Tampoco
hay indigencia ni motivos de choque social a la vista; la librofobia aparece como un foco
de paranoia aislado, inmotivado, de unos monigotes disfrazados de bomberos. La
escenografía no es menos fantochesca que la línea argumental. La ambientación está
dada confusamente, con ciertos elementos antiguos (teléfonos, navajas de afeitar) jugados
en estilo retrofuture y otros incomprensiblemente "obsoletos" (una
mecedora, por caso, es presentada como resabio del pasado).
Cuando la crítica social parece definitivamente
archivada, el film deriva en un intento de homenajear a la literatura y sus apellidos
ilustres. Un empalagoso desfile de planos detalle muestra las tapas de libros de Sade,
Dostoievski, Cocteau, Turgueniev y muchos otros. Se diría que los libros necesitan
cualquier homenaje empezando por el de su lectura antes que este regodeo
autorreferencial de pasar revista en chorizo a nombres y portadas. Ya sobre el final
aparecen los bookmen (hombres-libro), militantes de la literatura que, para
mantenerla viva, memorizan los grandes textos. Cada cual tiene por nombre el del libro que
lleva en su cerebro, y todos pasean por un bosque a modo de zombies, recitando las
parrafadas célebres que se aprendieron de memoria. La existencia de este absurdo
conglomerado de entes es aun más alienada que la de los mismísimos quemalibros... Una
cachetada a la literatura y al cine, no muy diferente de la propinada a la poesía por
Eliseo Subiela en El lado oscuro del corazón (Argentina-Canadá, 1992).
La ingenuidad desbordante, el empeño estéril por
pronunciarse acerca de todo al punto de no decir nada convierten a Fahrenheit en un
compendio de los vicios que suelen transitar las óperas primas más frágiles. A esa
fecha, sin embargo, Truffaut ya tenía cuatro largometrajes filmados. Cuando se considera
que el primero fue Los 400 golpes, una pregunta taladra la mente: Pour quoi,
François?
Guillermo Ravaschino |