¿Cómo cumplir los sueños inconclusos de quien ya no los puede cumplir? ¿Cómo
aprender a sobrevivir a las pérdidas? ¿Cómo seguir viviendo cuando a nuestro
lado ya no está nuestra razón de vivir? Trudi carga con el saber de la
enfermedad terminal de su esposo Rudi y quiere que ese último tiempo juntos
sea el mejor. Le plantea un viaje. Preferiría Japón pero apenas alcanza a
proponer Berlín –ellos que viven en un pueblo del interior alemán; él
siempre tan inamovible y aferrado a las costumbres–, de visita a sus hijos.
Pero no sólo la distancia los ha separado de ellos. No reconocen a sus
hijos. Son extraños. Se van a una playa del Báltico. Y de repente un suceso
inesperado deja a Rudi solo y desolado. El viaje a Oriente se impone
naturalmente y Karl, el hijo menor –workaholic y con algunas
cuestiones familiares pendientes– lo aloja y no sabe qué hacer con las
extrañas actitudes de su padre.
Doris Dorrie (¿Soy linda?,
Sabiduría garantizada) construye Las flores del cerezo en
evidente homenaje al film de Yasujiro Ozu Cuentos de Tokio. La trama
no solo tiene puntos en común sino, y sobre todo en su comienzo, diálogos y
puestas en escena que enlazan ambos films. Luego se despega hasta
desarrollar ese duelo y la manera de salir de él que en el film oriental es
su the end. La búsqueda por desentrañar las relaciones
paterno-filiales, cierto egoísmo generacional que parece naturalmente joven
y las vidas en suspenso abocadas al otro por amor y sin reclamo son
problemáticas que aúnan ambas películas.
“Pensamos que teníamos tiempo”,
dice Rudi. Así se suele vivir. La inmensa mayoría de los humanos. Aplazando
sueños, retrasando deseos, posponiendo proyectos, demorando aspiraciones,
postergando ideales, difiriendo la vida. Y cuando la muerte nos enfrenta
comprendemos el error. El tiempo es limitado, la eternidad es de los dioses
y a veces ni siquiera. A los humanos no nos queda más que asumir la
fugacidad. La caducidad de lo que creemos inmortal.
Cuando Rudi viaja a Japón el
choque cultural es poderoso. Los espacios se achican, el idioma separa, las
costumbres y ritos nos vuelven extraños. Sólo la danza (en este caso la
práctica Butoh) lo acercará a Yu, una chica que tendrá algunas cosas para
enseñarle. Motivo central para los personajes, la danza será tanto el sueño
reprimido de la vida de Trudi cuanto la resolución a la pregunta de Rudi
sobre dónde están los seres que fallecen, a la vez que la comunicación de la
jovencita con su madre muerta.
Con una cámara que se detiene (a
lo Ozu) en planos de paisajes, minúsculos animales (la mosca del poema
materno), planos detalle de referencias externas y una narrativa clásica y
que trata de evitar los golpes bajos –aunque recurra a cierto tono propio
del melodrama–, la película elabora una apelación al sentimiento del
espectador que supera ciertos baches y emociona con recursos genuinos. La
materialidad de los organismos se impone y, aunque la levedad de la danza
sea la respuesta y entre las sombras se baile para (re)encontrarse, el rito
ceremonial funerario último recupera el peso de los cuerpos así como las
manos unidas forjan continuidad y colisión.
En ese
choque Oriente-Occidente es donde se va a dar la conjunción de sentimientos
primeros que en uno acabaron haciéndose callo y presupuesto. Rudi
experimentará finalmente el cese de la angustia, la desazón y la culpa en la
comprensión de una manera de ver el mundo totalmente diferente: donde el
ascetismo y la continuidad (vida-muerte) son primordiales. En el asumir la
belleza frágil y efímera de la que las flores del cerezo son metáfora y
símbolo. Un blancor inmaculado de unos pétalos que se confunden con la nieve
eterna del monte sagrado Fuji será el escenario que la naturaleza le regale
para calmar su ansiedad. Y entonces uno descubre que no es portando las
cosas que le pertenecieron a nuestros seres queridos ya definitivamente
ausentes como vuelven a nosotros, que no es cumpliendo sueños ajenos, sino
llevándolos dentro hasta el fin de nuestros días. Que por suerte tendrán
fin. Y reencuentro.
Javier Luzi
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