¿Qué sucedió con esa promesa que, allá lejos y hace ya
demasiado tiempo, se hizo llamar "nuevo cine negro"? O mejor: ¿cuáles son las
razones de la degradación tan contundente como aparentemente terminal de las otrora
imágenes revulsivas, novedosas expresadoras (se me disculpe la inortodoxia) de la
negritud como materia humana inestable, en ebullición, en fin, de eso que casi se
sugería como una enésima nueva ola del cine... al cadáver moralizante que entrega
actualmente la mayor parte de los realizadores en cuestión? La respuesta adecuada merece
una nota aparte, y la respuesta sintética sugiere que la "especificidad negra"
no era bastante base como para justificar un lenguaje aparte, propio, que diera cuenta de
sus karmas. Lo cierto es que amén de esa extraordinaria excepción a la regla que fue Haz
lo correcto (Spike Lee, 1989), no existe un título que haya puesto la estructura
narrativa a la altura de las innovaciones "estéticas".
En cualquier caso Fresh
reedita lo más triste del rubro, y lo hace con un énfasis que se han permitido pocas
películas. Por el lado visual son su sello los colores pastel recontramarcados, y en el
aspecto sonoro los teclados de Stewart Copeland, tan subrayados y omnipresentes que hacen
pensar que el ex Police compuso la banda sonora mientras miraba Tiburón (lo que no
sería del todo raro). El costado moralizante aparece mucho antes de lo esperado. Es que
la sola cara del púber Sean Nelson (Fresh), o si se quiere su único gesto, es el
perfecto physique du rôle de las moralejas que vendrán. Desde los 12 años que es
mini-dealer de drogas diversas, un perejil de esos que a duras penas se llevan las migajas
del negocio. Se diría que hay que creer que la calle lo curtió, o lo templó. Que nunca
estuvo convencido de su trabajo. Que desprecia a sus superiores, de los cuales lo
separaría un abismo del tamaño del que media entre el Bien y el Mal. Trompudo, callado,
serio, también se lo puede ver como alter ego del director Boaz Yakin. Fresh no se queja
en voz alta y jamás expresa su inteligencia ¡vive en estado de puchereo
virtual!, pero se pasea de aquí para allá poniendo cara de perspicaz-disconforme.
Vale decir que es un personaje impostado (algo así como el negro Olmedo cuando Javier
Portales, en el sketch Borges-Alvarez, le pedía que actuara en caras el
desconcierto o la desazón).
En el nivel de los diálogos todo es más grueso.
Resulta que Samuel L. Jackson, padre de Fresh aquí, es un linyera y ajedrecista eximio
(bien que en los planos detalle que filmó Yakin se lo ve mover las piezas sin ton ni
son), que convoca al purrete a la plaza para impartirle lecciones de vida inspiradas en el
duelo de los trebejos. Los slogans de este auténtico Narosky negro, que poco dicen a
fuerza de tanto querer decir, son el extremo opuesto del "no poder decir" que
transpira Fresh. Ambos roles compendian la impotencia de Boaz Yakin. Lo verdaderamente
novedoso llega poco antes del desenlace. Las moralejas ajedrecísticas, adecuadamente
asimiladas por Fresh, son como el sombrero de Hijitus: obran su transformación en un
típico superhéroe de relato para niños. Como esos que juntan las cabezas de los malos y
los derriban como si fueran moscas, pero también y de paso cañazo como el
más desatado buchón de la policía que ningún "nuevo cine negro" se había
atrevido a reivindicar.
Guillermo Ravaschino |