Fuckland entronca con la mezcla de
realidad y ficción o con el juego de mentira-verdad que hizo de
The Blair Witch Project un fenómeno mundial. La historia transcurre
íntegramente en las islas Malvinas, adonde un grupo de rodaje compuesto por
siete personas se las arregló para filmarlo todo clandestinamente. Amén
del director José Luis Marqués y sus colaboradores técnicos, este grupo
incluía a los dos únicos actores es decir, personajes conscientes
de la historia: Fabián Stratas y Camilla Heaney. Casi todos los miembros
del equipo se hicieron pasar por turistas, lo que les permitió obtener las
65 horas de video digital (formato miniDV) que luego fueron reducidas a
los 84 minutos que dura la película. Como experimento es más que
interesante.
Por otro lado, Fuckland empalma
con el Dogma 95 de Thomas Vinterberg y Lars Von Trier. Es más, le fue
concedido el "certificado oficial" que la sindica como la octava
producción inscripta en los severos mandamientos de esta tendencia. Es poco
serio: Fuckland, como casi todo el resto de los dogma films,
burla muchos de esos mandamientos, empezando por el que prohíbe la
utilización de música incidental, al que la visceral guitarra de Jimi
Hendrix le hace pito catalán desde el comienzo mismo de la película. Pero
qué importa. Al fin y al cabo, lo que importa es que la cámara nerviosa,
generalmente empuñada por el protagonista (el 80% de lo que se ve fue
grabado por el propio Stratas, que se revela como un buen camarógrafo para situaciones
incómodas), la luz ambiente y el sonido directo
imprimen ritmo y climas que se llevan bien, muy bien, con la naturaleza
clandestina del proyecto. Que por
lo demás, pese a haber involucrado a siete almas siempre hace aparecer a
una, y solo una (el propio Stratas), como responsable de las imágenes y los
sonidos obtenidos. Y más en general (y como Blair Witch), nos complica la tarea de distinguir a lo ficticio de lo que no lo es.
Las Malvinas son un personaje más. En
segundo plano desfilan el hotel, el restorán, el boliche, los negocios, el
hospital y, por supuesto, los isleños (kelpers) que comen de esas y otras
instituciones súbditas más
o menos directamente de la corona inglesa. Todas ellas son
"reales" y aportan una cuota extra de interés documental.
Hasta aquí, las formas. O si me
permiten, las formas-formas. Porque el argumento también es una forma, o
por lo menos se imbrica indisolublemente con las formas en todo film que se
precie. ¿Y qué pasa con el argumento? Pasa que Fabián Stratas, el protagonista-camarógrafo,
llega a las Malvinas con un ambicioso plan:
hacer el amor con una o varias kelpers para sembrar la semilla de futuros
isleños que serán o
podrán ser argentinos por opción. Una suerte de invasión sexual,
pues, sería la que encabeza Fabián, como un adelantado (o algo así) que
intenta predicar con el ejemplo. No es preciso apuntar lo absurdo de este
plan. Lo que sí cabe señalar es que nunca, o casi nunca, la película deja
de tomárselo en serio. Ahí lo vemos a Fabián, abocándose minuciosamente
a concretarlo cual si se tratase de un emprendimiento militar (o
empresarial), con sus correspondientes y prolijas fases: reconocimiento del
terreno (léase: minitour por la ciudad, a la pesca de posibles
candidatas), elección del objetivo (esa será Camilla), ofensiva final.
El hecho de que ni Fabián ni el film
se tomen a la ligera semejante estrategia
está en la base de todos los males de Fuckland. Lo primero que cae
por la borda es el clima trabajosamente forjado por la
"clandestinidad". Y claro: la "invasión sexual", en
cuanto idea, es tan endeble que degrada el riesgo y la peligrosidad real
de la presencia argentina en las islas. Uno llega a imaginar: ahora lo
descubren, lo detienen, lo interrogan... ¡y lo sueltan por idiota! Pero no
lo descubren. Lo que sobreviene, entonces, es la puesta en práctica de la
iniciativa. A este respecto no corresponde develar detalles, pero sí
puntualizar que la marcha del operativo da lugar a que Fabián ponga de
manifiesto todos y cada uno de los rasgos del porteño-cancherito-adolescente
en plan de levante. Pero Fabián tiene 33 años. Y su voz en off (otra
patada al Dogma) da cuenta de lo irritantes que pueden resultar las
muletillas de este arquetipo. Creyéndose muy vivo, Fabián compara a Camilla con una oveja a
la que se va a recoger; le hace el verso muy convencido (y muy
bien, tanto que la enamora), para cagarse de risa dos minutos después, en
la soledad de su cuarto, buscando la complicidad del espectador, y etcétera.
Respecto de Camilla Heaney hay que
decir dos cosas: que cumple con una excelente labor (tanto que no parece
actriz, ni inglesa, sino otra kelper sorprendida en su buena fe), y que cabe
agradecer, por tanto, que no haya sido verdaderamente humillada por
el argentino. Sí lo fue, no obstante, como personaje de ficción, y esto no
tiene perdón ni justificativo. Y digo más: por encima de la estrategia (o
la "avanzada" que vendría a asumir Fabián), la conquista y
esencialmente la cogida es presentada por el film como una
suerte de venganza contra el colonialismo inglés. Una y otra vez, la cama
que Fabián le hace a Camilla (muchacha tierna y pura, si las hay)
está asociada con la recuperación de las Malvinas. El artilugio obviamente apunta a explotar en la taquilla lo más primario, y
reaccionario, de los sentimientos malvinistas (o lo que queda de ellos). ¡Pero
esto es tan infantil! Con recuperadores como éste, la reina Isabel
puede seguir durmiendo de lo más tranquila.
Guillermo Ravaschino
|