Poeuv (Mom Soth) y su mujer Om (Peng Phan)
tienen siete hijas y un arrozal. Cada año, el ciclo de la siembra los devuelve al duro
trabajo de regar, quitar las malezas, cuidar las plantas del frío, los cangrejos,
la langosta y los gorriones que se abalanzan sobre los cultivos... Esta vez otros dos
indeseables visitan a la familia: una cobra, que es señal de maldición, y un búho, ave
de mal agüero que les perturba el sueño. Y las profecías se cumplen: Poeuv se clava una
espina en el pie, lo que le impide seguir trabajando... y finalmente muere.Será la
madre la encargada de los cultivos ahora que la familia se ha quedado sin hombres. Las
tareas de la casa, sumadas a la de la cosecha, primero le provocarán a Om un estado de
desesperación. Luego, de locura. Y cuando sea encerrada y enviada a la ciudad para
tratamiento, toda la responsabilidad recaerá sobre la mayor de las hermanas, Sokha (Chim
Naline). Tanta desgracia y miseria contrastan con ese arrozal impasible, incorruptible,
mudo.
Llama la atención el tono de este primer largometraje de ficción de Rithy Panh, que
hasta La gente del arrozal se había abocado a documentales centrados en la
actualidad de su país, Camboya, y en un cine de los márgenes (entre sus trabajos se
encuentra un "documental-retrato" del gran cineasta africano Souleymane Cissé,
para el programa de la TV francesa Cine de nuestro tiempo). La vocación
documentalista de Panh no fue casual en absoluto: pasó toda su juventud recluido en un
campo de concentración camboyano junto a su familia, hasta que escapó a un espacio para
refugiados en Tailandia y luego a Francia, donde completó sus estudios en cine gracias a
una beca. Después volvió a Camboya y recurrió a las cámaras para mostrar la realidad
de su país.
Sin embargo, su primera ficción no es precisamente "neorrealista". Aunque es
poco lo que se sabe por aquí de los aldeanos postergados de Camboya, no cuesta percibir
que sus sentires y pesares han sido reflejados por alguien que los conoce muy bien. Pero
la mirada del director no es la de un analista ni la de un denunciante, sino la de
quien da un paso al costado para habilitar el contacto entre otras miradas: la del
público con la de los aldeanos. Ellos están simplemente en el mundo, con un afán
inconmensurable por sobrevivir. Y aunque no merecen esa ola abrumadora de flagelos, no se
quejan ni preguntan; siguen. Al dolor y la desgracia se superpone la belleza de un
paraíso natural, que invita a fascinarse con el viento acariciando los sembrados o
acompañando el lento y tierno aprendizaje de los hijos.
El acierto de Rithy Panh no sólo está en la captación del sentir de su gente sino en
haber logrado darle forma narrativa a sus creencias, a su relación con las cosas y con
los demás, a sus tiempos. A los espectadores demasiado acostumbrados a la métrica
del "cine occidental" puede resultarles arduo sintonizar con el ritmo de este
largometraje. Pero el que acompañe esos "latidos" no se sentirá incómodo en
su butaca.
Panh es uno de los nombres más importantes de un cine que circula por Europa y el
resto del mundo a través de circuitos que recién ahora incluyen a Buenos Aires. Así
como en Francia el cine occidental tiene a Cannes (un evento que, de hecho, cada vez da
más espacio a las cinematografías de Oriente), o la animación mundial su Annecy, el
cine oriental y africano tiene su Amiens, el festival en el que este director recibió el
Gran Premio por el conjunto de su filmografía. Es buena la ocasión, entonces, para ver
apenas una muestra de ese enorme caudal.