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GLORIA

Estados Unidos, 1999


Dirigida por Sidney Lumet, con Sharon Stone, Jean-Luke Figueroa, Jeremy Northam, Cathy Moriarty, George C. Scott.



Todo empieza cuando Gloria (Sharon Stone) concluye una temporada de tres años en prisión. Todavía no acabaron de pasar los títulos que abren el film y ya se pueden intuir, no obstante, los mezquinos resultados de un producto que fue concebido exclusivamente para el lucimiento de la diva protagónica. En efecto: impecablemente peinada y maquillada, la Stone parece lista para zanjar sin escalas el trayecto que va del calabozo a la ceremonia de entrega de los Oscar. Por cierto que no irá allí, sino al departamento de Manhattan que le sirve de guarida a Kevin –su ex novio– y al compacto grupo de matones que lo secundan. Nada volverá a ser como antes entre Gloria y Kevin (Jeremy Northam, francamente desastroso). Ella estuvo presa por culpa de él, y resistió estoicamente la tentación de delatarlo. El se quedó con el dinero de ella y no fue a visitarla ni una sola vez a la cárcel. Esta información surge en medio de gritos histéricos, mayormente propalados por Stone, que al cabo de un rato notará una cara nueva entre sus antiguos compañeros de andanzas. Se trata de un chico al que tienen de rehén. Moreno, asmático (¡y sin reserva de spray para atenuar la fatiga!), Nicky es el único sobreviviente de una familia masacrada por el clan. ¿La causa? El padre de Nicky poseía un disquete con suficientes datos como para condenar a Kevin y su gente a cadena perpetua.

Sí, un disquete. Ya casi ni se usan en computación hogareña. ¿Puede concebirse que la suerte de un mafioso penda, y dependa, de un medio tan obsoleto? Si se tiene en cuenta que esta es la remake de un film de John Cassavetes (Gloria, 1980), el asunto del disquete –por lo absurdo– constituye la única novedad de peso respecto del original. Por lo demás, los primeros diez minutos del relato son la triste y anunciada crónica de todo, absolutamente todo lo que Gloria tiene para ofrecer. La hora y media que resta  se limitará a ilustrarlo: Gloria y Nicky se pondrán en fuga, ella –que había declarado "odiar" a los niños– le tomará cada vez más cariño, y los mafiosos en cuestión darán cuenta de toda la torpeza imaginable a la hora de perseguirlos. ¿Cómo es posible que delincuentes tan estúpidos gocen de tan buen pasar y, encima, anden sueltos? ¿Cómo puede ser que para huir, cosa que hace generalmente a pie, Gloria no use zapatillas sino hiperseductores –incomodísimos– tacos altos? ¿Cómo hay que tomar el hecho de que los mafiosos se conformen con recuperar el disquete, cuando es obvio que cualquiera pudo haber sacado una y mil copias? Se podría proseguir con este tipo de preguntas ad infinitum.

La respuesta, en cualquier caso, es una sola: la Columbia Pictures Corporation, a la que le interesa poco el cine y mucho los negocios, creyó que la presencia de Sharon Stone sería suficiente gancho para interesar al público. Contrató a Sidney Lumet, acaso el más probado artesano de la industria (esto es, un hombre que filma cualquier cosa por encargo con una mínima cuota de prolijidad) para dirigirla. ¿Y la inteligencia del espectador? En este tipo de operaciones, es un dato que suele quedar en el camino.

Guillermo Ravaschino