Avalada por una
cantidad considerable de premios, una crítica ensalzadora y una respuesta de
público apabullante, llega a nuestras pantallas –un año después de su
presentación en la Berlinale– Good Bye Lenin!. Una tragicomedia con
demasiados trazos gruesos que interesa en su primera hora y se desbarranca
en el tedio, la complacencia y el melodrama mal entendido en su etapa final.
“¿De qué estaban
hablando?”, pregunta Alex Kerner (Daniel Brühl), el joven protagonista del
film, a su novia Lara, a su vez enfermera de la madre de él. Y ella
responde: “¿Tiene importancia?”. Nosotros, espectadores, conocemos el
contenido de esa conversación. Pero la forma en que el director alemán
Wolfgang Becker filmó esa escena nos confirma algo que a esa altura del
relato era tan evidente como el mismísimo muro de Berlín: que para él nada
de eso tiene la más mínima relevancia. Y eso es la Historia.
Los Kerner viven
en la República Democrática Alemana. El padre se ha ido. La madre encerrada
en su dolor se niega a hablar. Dos meses después se rearma y se hace
cargo de la casa y de la política, convirtiéndose, en el transcurso de diez
años, en una figura destacada dentro del Partido. Un día ve cómo su hijo
Alex, participante de una manifestación contraria al gobierno convocada el
día anterior a la caída del muro, es reprimido ferozmente. Sufre un infarto
y queda en coma. Ocho meses más tarde, y merced a los cuidados y la
persistencia de su hijo (la hija no comparte ni la esperanza ni las
maneras de su hermano… pero no tiene propias), se recupera. Y Alex hará
lo imposible por evitar que su madre sufra una nueva recaída al enterarse de
todos los cambios operados en el país que ella ayudó a sostener.
Sabemos bien que
lo público y lo privado son esferas que aunque independientes se rozan, se
tocan, se imbrican. De esa intersección es que resulta una vida. Si algo se
desbalancea, la ficción conveniente se impone. En Good Bye Lenin!
pasa algo de esto. La Historia funciona sólo como telón de fondo, y hasta
tal punto que hubiera dado exactamente lo mismo que en lugar de Berlín en el
‘89 hubiera sido Estambul en el ‘34 (algo igual padece el Bertolucci de
Los soñadores). En todo caso, incluir los eventos que acompañaron la
caída del muro tiñe al film de una pátina “progresista y convocante" que
simplemente evidencia su oportunismo marketinero. La película avanza al
compás de los lugares más comunes del ideario bienpensante actual, de los
estereotipos más esperables. Cuando la simplificación es tan burda que
parangona al Occidente capitalista con una gaseosa y al sistema socialista
con una marca de pepinillos, la superficialidad raya lo peligroso. Hay más,
mucho más detrás del mercado y las marcas. Está la vida y sobre todo
están los muertos sobre los que se edificó el presente. Recuperar el pasado
no puede ser sólo volver a vestir una ropa, a usar determinados muebles, a
comer determinados productos, a cantar determinadas canciones. No podemos
sostener, como lo hace la película, que el “buen fin” justifica cualquier
medio y que para alcanzar una vida vivible debamos mentir, engañar,
coimear, comprar, presionar, chantajear (todas acciones que Alex lleva a
cabo amparado en la excusa del amor filial).
Sin
progenitores, el mundo juvenil se hace cargo de la vida: Alex pasa de
reparar televisores a vender televisión por cable (en equipos
interalemanes), su hermana abandona el estudio por una carrera laboral en
una cadena de comidas rápidas y se pone en pareja con “el enemigo”. La
unificación de las Alemanias es avasallamiento de una por la otra. No hay
resistencia sino adaptación o bronca por no poder acceder (la escena
del banco y el cambio de moneda).
Puede que sea
cierto que el país de la madre de Alex no haya existido nunca, como oímos de
esa voz en off del protagonista, conduciéndonos, encadenando y construyendo
un relato en un doble nivel de engaño (el evidente al interior del film y el
implícito, más sutil, que nos envuelve a nosotros), pero cómo saberlo si nos
dejan afuera de ese país, al que no conocemos más que en el trazo grueso
evocado parcial e interesadamente tantas veces. Sabemos que tenemos que
conmovernos con ella viendo el busto gigante de Lenin sobrevolar los cielos,
pero ¿quién era Lenin? Con semejante ahistorización resulta imposible
entender los porqué (y para qué) de las luchas. Somos empujados como el
dinero de esta familia por un viento del Oeste y apenas nos unifica el
fútbol que nos reúne cada cuatro años y la falsa nueva costumbre de las
góndolas repletas de importados.
Goodbye Lenin!
expone un mundo de simulacros del que pasa a formar parte desde el mismo
momento en que propone doblar la apuesta: apropiarse de la invención de la
realidad bajo el amparo de las buenas intenciones. Pero ese cambio de valor
no oculta su ontología antigua y conservadora ni la
ideología de un
director que elige, para expurgar lo incorrecto del accionar juvenil
(apenas
en la superficie, heroico y amoroso),
cargar la culpa del secreto familiar en las espaldas de los pater
familiae. La
resolución de todos los conflictos (reencuentros que esperaron años,
verdades reveladas, cruces, amores, dolores) de una manera tan expeditiva y
sencilla es insostenible, sobre todo considerando su importancia en el marco
de un relato como este.
Y ahí es donde
el verosímil hace agua, donde se nota la costura del guión, las trampas del
director. La cuestión no es que desde el cielo las cosas se vean chiquitas.
Eso es una obviedad. Lo patético es verlas pequeñas teniéndolas a la par
nuestra, en la misma tierra.
Javier Luzi
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