Con el único antecedente en medios electrónicos de una versión que
data de 1966 –y que se repone en la TV norteamericana cada año–, el
popular cuento How The Grinch Stole Christmas, escrito en 1957 por Theodore
Geisel, más conocido por Dr. Seus, aterrizó en el cine con festividades
soporíferas, mucho merchandising y un Jim Carrey valiente que soportó –con
veinte millones de dólares a favor– veinte kilos de pelos de yak a
cuestas.
La fábula de la extraña criatura
verde y solitaria que vive en una caverna, mira con desdén a la gente
festiva y aborrece la Navidad es usada en el país del Norte para asustar a
los pequeños (haría las veces de nuestro "viejo de la bolsa"). La
versión en celuloide dirigida por Ron Howard (Apollo XIII) está
centrada en este ser de corazón dos talles más chico, pero también
despojada de ese clima de oscuridad gótica a lo Tim Burton que ofrece el
libro del Dr. Seus. Por eso y a pesar de un no menos bello universo al
estilo de los comics –con vestimentas de corte exótico y peinados altos
como los de Marge Simpson–; del maquillaje del quíntuple ganador del
Oscar Rick Baker; y de los variopintos personajes de feria, la historia de
los "Quienes" que viven en la "Villa de Quien" resulta
deshilvanada, producto de un guión previsible al que sólo parece
importarle que se luzca El Grinch... que para eso se le pagó a Carrey. La
narración oscila entre los flashbacks a la simpática infancia del
muchachito peludo, y los mil y un festejos por el Quienjúbilo, fecha en que
los Quienes, hablando siempre en tonta rima, festejan consumiendo su
invariable pantomima.
Whoville en la última Navidad del milenio es una absurda competencia.
Los Quienes, sus habitantes, se desviven por tener la casa más iluminada
del pueblo, por cantar fuerte los archisabidos villancicos, por consumir a
mitad de precio y hacer los más bellos regalos, que terminan en la basura.
Es decir, donde El Grinch, que vendrá a demostrarles a los Quienes que
desconocen el verdadero sentido de la Navidad. Y aunque el discriminado
rival de Santa Claus odie los festejos, festejará a su propio modo: robando
la Navidad. Esto es, sacándoles a los vecinos de Whoville todo lo que para
ellos vertebra a esta festividad: una masa deforme de regalos, moños,
postales y premios. Desde su vivienda en lo alto de la montaña Crumpit, que
en realidad funciona como una perfecta recicladora de basura, e invadiendo
el pueblo adornado de verde y rojo, el malo del Grinch reactualiza su propio
mito con maldades tales como cambiar las cartas de casillero, agregar algún
que otro impuesto y "chupar" regalos por la chimenea. ¿Será
Cindy Lou (Taylor Momsen), la pequeña hija del empleado de correos, quien
se encargue de blanquear la imagen de esta criatura verde ante un vecindario
frívolo, sólo ocupado en sus quehaceres utilísimos?
Doblada al castellano –ni siquiera podemos escuchar la voz en off de
Anthony Hopkins, que relata– y con moraleja aleccionadora, El Grinch
se pierde en eso de lucir a toda costa a Carrey –parádojicamente escondido
tras ese horrible traje–, rebosa de una imaginería verdirroja que intenta
mofarse sin suerte de la propia cultura navideña y no ofrece más que dos o
tres gags rescatables. No así para recordar.
Karina Noriega
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