El primer título de la saga Star Wars contiene todos los ingredientes que hicieron
de la trilogía inicial ese fenómeno de masas virtualmente inabarcable. Los contiene en
estado puro. Y se diría en bruto, por lo menos a juzgar por las reiteradas quejas
de su director y factótum, George Lucas, en el sentido de no haber contado con los medios
técnicos para volcar a pleno sus fantasías sobre la pantalla. No es para tanto. Ya ha
sido señalado que la leyenda que instauró Lucas a fines de los 70 y relanzó con
inusitado vigor sobre el filo del milenio no debe tanto a los efectos especiales
como a sus inagotables conexiones con otros mitos y leyendas de la cultura universal.
El mito del héroe, para empezar, aquí está reformulado de tal modo que
sin dejar de pulsar cuerdas inmemoriales, básicas (el viaje a través de incontables y
aparentemente insalvables obstáculos), transcurre en un terreno enteramente nuevo: a
millones de años luz de la Tierra. La consabida frase inicial, que funciona como la
campana de largada de cada uno de los capítulos ("Hace mucho, mucho tiempo, en una
galaxia muy lejana...") también sitúa la acción en un tiempo deliberadamente
ambiguo. Y original. Es el pasado, se nos dice, pero las ciudades, los medios de
transporte y hasta las armas aunque de un modo algo naïf expresan una
tecnología habitualmente asociada con las conjeturas futuristas. No es aventurado sumar,
pues, la Teoría de la Relatividad (que rechaza el concepto de simultaneidad para
fenómenos distantes en el espacio) a las muy citadas fuentes nutricias de La guerra de
las galaxias.
Pero la primera clave está bastante más acá de las complejas
elaboraciones einsteinianas. La insondable brecha de tiempo y espacio libera, acaso
por primera vez, a un puñado de héroes arquetípicos de las fastidiosas connotaciones
que siempre los sobrevuelan. Especialmente en el cine norteamericano, que surgió y
creció de la mano de todos esos paladines cuyos oscuros antagonistas expresaban tal o
cual prejuicio del inconsciente colectivo: los indios en el Western, como el viet-cong en
los films de guerra, son el escollo para el Bien. Luke Skywalker (Mark Hamill), Han Solo
(Harrison Ford) y esa especie de hada madrina que es la princesa Leia (Carrie Fisher)
encarnan sin duda alguna al Bien. Darth Vader y los personeros del Imperio, al Mal. Pero
nadie en sus cabales podría asociar a cualquiera de estos villanos con alguno de los
males concretos, tangibles, que acechan al buen ciudadano estadounidense. Esa cualidad
espectral, abstracta, del Bien y el Mal encarnado por los contendientes remite a los
temores y fantasías de la infancia. Y unifica a la platea, por encima de su nacionalidad
y edad, invitándola a involucrarse sin obligarla a pagar el precio de las convenciones
socio-políticas dominantes. El convite no podría ser más seductor. Palpitar la batalla
contra los villanos desde el bando de los héroes nunca tuvo visos de acto inimputable
como en La guerra de las galaxias.
También es cierto que esta especie de polarización virginal convierte a
no pocos tramos en un envío especialmente diseñado y sólo apto para los
infantes. No del palo de los bochornosos films inspirados en videogames (o en la
famosa manga japonesa): aquí los héroes son de carne y hueso, de la carne y de
los huesos que nos hacen humanos. Los villanos que lo son, en cambio, aparecen densamente
camuflados de otra cosa. Ahí está Darth Vader, esa oscura fortaleza de latón que
sólo tendrá forma humana un rostro, un gesto unos minutos antes de morir...
ya redimido. Pero la Fuerza, el Lado Oscuro y otras instituciones con o sin mayúsculas no
dejan de postularse allí, tan lejos, como el correlato de la conflictividad real,
terrestre. Y si la casta de los Jedis por momentos semeja una secta, la mística de la
Fuerza toma muchos rasgos de la religión. Los bochornosos films, precisamente (y me
acuerdo por ejemplo de los Power Rangers), no son más que el resultado de
desarrollar a fondo este costado de Star Wars.
Situar las acciones en un remoto confín del espacio ofrece otras
ventajas. Entre ellas, la de ir creando las reglas a medida que se avanza. La imborrable
secuencia en la taberna de Tatooine (el planeta-desierto que reaparece en la cuarta
entrega de la serie) está protagonizada por la más insólita legión de freaks
que se haya permitido ningún cineasta. Ahí puede verse a criaturas que no podrían estar
más divorciadas de la forma humana vibrar, y emborracharse, como cualquier mortal. Debe
ser el modo más audaz de instalar la credibilidad de un alien (sabiamente retomado
por la reciente Hombres de negro), en las antípodas de los patéticos marcianos
"realistas" de la mayor parte del sci-fi hollywoodense. La sensación de
irrealidad, en todo caso, acá resulta largamente trascendida por la gracia y la ternura
de esa galería de esperpentos que, al fin de cuentas, es la verdadera crema de la
factoría Lucas. Sobre todo por su inédita representatividad. Son indiscutibles freaks,
extraterrestres. Y suelen ser beodos, torpes, sentimentales, "tuercas",
ambiciosos, aniñados... en definitiva: esencialmente humanos. No está el Mal (¡gracias
a Dios!) en ellos. Y se los encuentra en los rincones más insólitos del cosmos, que
comparten más o menos armoniosamente; siempre más, en todo caso, que la mayor parte de
los vecinos de la "aldea global". Este costado de la saga es profunda,
abiertamente humanista. Generoso. Y convierte a tantos otros tramos de La
guerra... en una de esas aventuras que merecen ser vividas a cualquier edad.