Nominada al Oscar como mejor película
extranjera, ganadora del Cesar 2001 como mejor film y con un amplio respaldo
de la critica internacional (sumado al éxito de taquilla en su país de
origen, a pesar de estar catalogada como una obra intelectual con
pretensiones), no es extraño encontrar un recibimiento parejo en los medios
locales, que saludan a El gusto de los otros como la mejor comedia
sutil de los últimos tiempos. Ante todo, les aviso que estamos frente a una
comedia dramática por la que nadie perderá el control de su quijada en
risotadas histéricas, sino mas bien alternará risitas cómplices con
cierta melancolía pasajera al presenciar situaciones tan patéticamente
cotidianas.
Una noche cualquiera, en una
inubicable ciudad francesa, un empresario ricachón va a ver con su esposa
–de puro compromiso– una obra de teatro clásico. Entre quejas y
bostezos, el empresario quedará profundamente conmovido ante la presencia
de una ignota actriz cuarentona. Entonces, Castella (el ricachón en
cuestión) hará lo indecible por meterse en el mundo de Clara, quien no le
piensa dar ni la hora, aunque todos sabemos cómo la gente adinerada tiende
a volverse sorda y caprichosa cuando le interesa algo.
Obviamente, los gustos y las
disímiles formas de ser de cada individuo son uno de los temas centrales en
este film (tan leve y sutil que probablemente lo olviden apenas abandonen
–satisfechos, eso sí– la sala). Pero
la trama se construye básicamente en torno de la soledad que implica elegir
por uno mismo: decidir a quién amar, cómo decorar la propia casa, en quién
confiar o con quién acostarse... aunque no haya amor de por medio. Tampoco
podía faltar, como en el 85 por ciento de todos los films franchutes
que han llegado a estas playas, el amor loco. Expresado maravillosamente por
el perseverante Castella (Jean-Pierre Bacri), decidido a soportar el
ridículo y a exponer su falta de tacto con tal de estar cerca de la mujer
que ama.
Claro que durante sus casi dos horas, El
gusto de los otros no puede evitar acumular ciertos lugares comunes:
"sólo los artistas tienen buen gusto y el resto de los mortales no
sabe diferenciar lo bueno de lo malo", "todas las mujeres son
putas", "todos los hombres son brutos, egoístas e
insensibles". La que los
administra es Agnès Jaoui, guionista, directora y actriz que se reserva,
curiosamente, un papel inoperante como la guapa mesera que vende porros y
espera encontrar al marido perfecto en relaciones destinadas al fracaso,
acostándose con el chofer y el guardaespaldas del Sr. Castella (impecables
Alain Chabat y Gérard Lanvin) mientras aconseja en vano a la resignada Clara
(Anne Alvaro).
Previsiblemente, como en tanta
película extranjera y vernácula, este muestrario humano parece obligado a
demostrar que vale la pena estar vivo, y Jaoui cierra el paquete con
un final semi-feliz con una cuota de optimismo que, de todos modos, no
resulta tan forzada. Dejando que los conmovedores Alvaro y Bacri sostengan
simpáticamente todo el peso del film, para contrarrestar la descarada
simpleza argumental que los convoca.
Gabriel Alvarez
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