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LA HIJA DE UN SOLDADO NUNCA LLORA
(A Soldier's Daughter Never Cries)

Estados Unidos, 1998


Dirigida por James Ivory, con Kris Kristofferson, Barbara Hershey, Leelee Sobieski, Jesse Bradford, Jane Birkin, Dominique Blanc.



Una ambiciosa saga familiar ha vuelto a convocar a uno de los tríos más mentados del negocio cinematográfico contemporáneo: el director James Ivory, el productor Ismail Merchant y la guionista Ruth Prawer Jhabvala. La hija de un soldado nunca llora está basada en la novela autobiográfica de Kaylie Jones (hija de James, autor de La delgada línea roja) y narra 20 años en la vida de los Willis, una familia tipo no del todo convencional.

Sí, son cuatro: papá Bill (Kris Kristofferson), mamá Marcella (Barbara Hershey), ambos norteamericanos residentes en París, hijos Channe y Billy. Pero Billy es adoptado. Y el primer capítulo –que lleva su nombre– está dedicado al cariñoso trámite mediante el cual se convierte en un hijo entrañable, como de la sangre. El segundo, intitulado "Francis", gira en torno de un compañerito de escuela de Channe marcadamente afeminado, talentoso entonador de operas y algo díscolo con el estudio. La historia arranca en la década del 60. Unas pocas y muy elegantes fachadas europeas y un tendal de sobrios decorados interiores (departamentos, colegios bilingües) vuelven a constituirse en el sustrato de las moderadas aventuras fílmicas de James Ivory (Lo que queda del día, La mansión Howard). Signadas por los tiempos generosos (el film dura dos horas que transcurren sin prisa) y por una puesta teatral, puntillosa, en la que ningún detalle parece librado al azar ni, al mismo tiempo, demasiado relevante.

Los tiempos cambian y, con ellos, ciertos actores. La ascendente y refinada Leelee Sobieski encarna a Channe, ahora adolescente, y Jesse Bradford a Billy. La familia pondrá proa a Norteamérica por si las moscas: papá Bill, que es escritor, presiente que sus días están contados por una dolencia cardíaca y no quiere concluir su obra, ni morir, fuera de casa. Esto está tan anunciado –y con tanta antelación– que el fantasma de los golpes bajos empieza a planear muy prematuramente sobre el relato. El tramo estadounidense ofrece el desarrollo de la soledad de Billy –atornillado en el mejor sillón, frente a la tele– y la desorientación sexual de Channe, que establecerá fugaces romances con sus compañeros de High School forzadamente presentados por el film, y asumidos por ella, como signos de promiscuidad. Estos y otros temas derivan en conversaciones de lo más maduras entre padres e hijos. La familia, al fin, asumirá perfiles progres relativamente novedosos en la obra de Ivory... poco y nada originales en el panorama del cine universal, actual.

La película, por lo demás, no disimula cierto empeño por plasmar la esencia de las diferentes épocas: los '60, los '70... Pero el retrato es más bien superficial, cosmético: unas cuantas pinceladas escénicas (vestuarios, autos) sazonadas con tonadas más o menos típicas de cada década. Lo más reconfortante debe ser ver a Kris Kristofferson a resguardo de los villanos crueles en los que lo había encasillado Hollywood. Y comprobar que puede hacer a un jefe de familia tierno con todas las de la ley.

Guillermo Ravaschino