Hace un tiempo me tocó escribir la crítica de Los pasos perdidos, una
película con la misma temática que Hijos: la búsqueda de la identidad
de los hijos de detenidos-desaparecidos durante la última dictadura militar
que gobernó la Argentina. En aquella película, encontraba falencias que
tenían que ver con el miedo del propio film a la confrontación de la
realidad, en paralelo con la historia de la protagonista.
Marco Bechis (que estuvo desaparecido por un corto tiempo) supera esos
miedos y se adentra en el conflicto con la necesidad de preguntarse por
todo. Tras la repulsión al terror de su film anterior, Garage Olimpo,
Hijos continúa con el desamparo de la falta de identidad. Tras veinte
años de democracia, recién ahora podemos afirmar orgullosos que hubo un
director que nos enfrentó a la verdad, sin golpes bajos ni agujeros oscuros.
La historia se
inicia con Rosa viajando a Italia en busca de Javier, con la certeza de que
es su hermano. Javier vive en una lujosa casa en Milán, con sus supuestos
padres. A pocos minutos del comienzo, Rosa ha confrontado a Javier, lo ha
sembrado de dudas, y la lucha interna comienza a desarrollarse. Javier ve
tambalear sus raíces, todo se le resquebraja. Ya no sabe quien es.
Esta línea
argumental es desarrollada en la película de manera sumamente compleja y
arriesgada. Bechis no sólo debe ser reconocido por su rigor temático.
Estamos ante un director de cine. Y como tal, se espera de él una estética,
un estilo. También por ese lado, las respuestas del realizador han sido más
que suficientes.
Una de ellas
es sonora: el repiqueteo de la marcha que impulsa la lucha por la verdad, la
recuperación de la memoria, un sonido que conduce toda la película y que
encuentra su clímax (su identidad, su significación) en el escrache con
imágenes documentales. También las hay visuales: el mar de Garage
Olimpo que regresa para contar la otra parte de la historia; el ómnibus
que traslada a Javier sentado de espaldas a su avance, cuando quiere escapar
de sí mismo; la niebla que impide la reproducción de la vida cotidiana que
Javier disfrutaba cuando creía que tenía padres; esa caída al vacío que se
da casi sin complicaciones la primera vez, se frustra la segunda y concluye
por tercera vez con el final de una vida y el comienzo de otra.
Y sobre todo, las hay corporales: un análisis completo de la dirección de
actores respecto del movimiento y el contacto de los cuerpos en Hijos
escapa a las posibilidades de una reseña como esta. Las constantes
persecuciones entre los protagonistas, uno huyendo hacia la nada, el otro
frenándolo desde la incertidumbre, transmiten como ninguna otra imagen el
conflicto de los personajes. El contacto sobre la piel desnuda del otro, la
búsqueda de la similitud, de la familiaridad a través del cuerpo, construye
una de las mejores escenas de la película. La corporización de
Enrique Piñeyro en su papel de asesino y padre, empujando levemente a su
hijo con actitud paternal y reflejando su conducta del pasado. El
nerviosismo de la madre/secuestradora (Stefanía Sandrelli), llorando y
mintiendo en el mismo instante.
La honestidad con que Marco Bechis ha encarado el tema, la profundidad y la
complejidad con que lo ha tratado, hacen de Hijos una obra maestra,
que marca la pauta para el enfoque de un pasado que casi no ha sido
enfrentado por los realizadores locales sino por medio de la demagogia, los
golpes bajos y la mirada corta, temerosa, que en innumerables ocasiones
incrustó el tema forzadamente, con brocha gorda, en películas que hablaban
de otra cosa. Bechis habla de nuestro pasado, lo hace con las mejores armas
(las del cine) y con un deseo de búsqueda interminable que conmueve.