Como un mago
confiado en su rutina, despacio y serenamente, el director Neil Burger
ejecuta su acto y va desarmando ante nuestros ojos una historia que mezcla
romance, misterio y fantasía con singular habilidad. Más allá de los valores
propios de El ilusionista, el film sobresale por lo que el resto de
Hollywood ha olvidado cómo se hacía: una narración clásica y prolija que
nunca confunde a pesar de los recovecos de la trama, preeminencia del cuento
y un sólido grupo de intérpretes al servicio del relato. “¿Y puede algo tan
clásico sorprender?”, se preguntará usted. Sí, es que ya no se hacen
películas como esta.
Eisenheim (un
Edward Norton afortunadamente contenido) es un ilusionista que asombra a la
Viena de fines del Siglo XIX. A ver su show llegará Lepold (Rufus Sewell),
heredero al trono de la corona austro-húngara, con su prometida Sophie
(Jessica Biel) que resulta ser un amor prohibido de la infancia del mago. Y
sí, el muchacho querrá recuperar a la chica. Pero lo peor es que ella
también se querrá ir con él. Para evitar esto, el inspector Uhl (el siempre
enorme Paul Giamatti) vigilará sin descanso a los amantes.
El primer punto a
favor de El ilusionista es que juega narrativamente con los límites
de lo creíble, y logra que ese universo fantástico se transforme en
verosímil. Lo mágico no aparece aquí como en la saga de Harry Potter, por
alarde genético, sino más bien se trata de un arte al que sus cultores
deben trabajar día tras día. La magia en el film tiene mucho de puesta en
escena, es un material con el que se trabaja sobre las tablas del teatro, y
nunca abandona ese espacio. Y analizando la magia desde ese costado, la
película se da el lujo de mostrar el lado político que existe en toda
expresión artística. Por eso cuando la trama avance, y Eisenheim no sólo
haga peligrar el casamiento de los príncipes, sino también el futuro de la
monarquía, sus actos serán vistos como subversivos. De ahí a la intolerancia
y la persecución habrá sólo un paso...
Y aunque esa
postura política pueda sonar algo ingenua, El ilusionista la tolera
por las formas con que Burger estructura el relato. Si bien la puesta en
escena es lujosa, los aspectos técnicos lucen atractivos (con preeminencia
de la fotografía de Dick Pope) y hay un adecuado uso de los efectos
especiales, el film carece de todo “modernismo” y luce orgullosamente un
look old-fashioned alejado de poses estilísticas. No hay cinismo ni
autoconciencia en la historia de amor de estos personajes. Y allí está el
otro punto alto a valorar. El espectador es sometido al mismo juego que
quienes presenciaban aquellos números de magia, que suspendían toda lógica y
se dejaban llevar por la fluidez de lo que se les contaba a la espera del
truco.
Los trucos
llegarán, al fin, en una última media hora plagada de vueltas de tuerca. Es
importante destacar que aquí los giros no saben a volantazos de guionista,
sino a consecuencias inevitables de los hechos precedentes. En realidad el
desenlace no invita a reordenar la película, sino que nos hace ver lo que no
vimos o no quisimos ver. Y si bien ese aura de misterio que impregna todo el
film es quebrada en un minuto final que explicita todo intentando no dejar
cabos sueltos, el director se diploma como un verdadero maestro del
ilusionismo. El de Burger es un nombre para tener en cuenta, y El
ilusionista es una buena película que sorprende. Porque en estos tiempos
de alardes de todo tipo es raro observar un film que apueste la inteligencia
del espectador y a las ganas de que le cuenten una buena historia sin sentir
que le están ultrajando los sentidos.
Mauricio Faliero
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