David Lynch supo ser
un gran narrador, tal vez sea por eso que sus últimas películas trascienden
la lógica narrativa tradicional. Una vez superado el desafío de introducir
subtextos complejos en los relatos hollywoodenses (ver Terciopelo azul,
una de las mejores películas de los ochenta), el paso lógico –en la lógica
ilógica lyncheana– era provocar la ruptura narrativa de manera visceral.
Pero como la lectura cinematográfica se adquiere paso a paso, Lynch fue
benévolo con sus seguidores y se tomó tres películas para destruir del todo
la narración hollywoodense.
Si en
Carretera perdida sólo cambiaban los protagonistas (ella de identidad,
él de cuerpo y alma) y un magnífico Robert Blake –vestido de negro, pintado
de blanco, sin cejas y con una voz y una sonrisa de ultratumba– era el claro
provocador de ese pasaje hacia un universo paralelo, en El camino de los
sueños las cosas se complicaban un poco más. Varios personajes
encarnando en otros, más elementos fantásticos, más individuos misteriosos,
una caja transportadora a otras dimensiones, una banda musical que
desaparece (en el teatro de Eraserhead, el de Twin Peaks, y
también el de Imperio, porque este gran autor siempre nos narró sus
persistentes obsesiones) y otras delicias por el estilo poblaron los
universos lyncheanos. Pero todavía el corte era visible, la ruptura era tan
marcada como la que inició este camino cinematográfico de la luz hacia la
oscuridad, la de esa obra maestra que todavía hoy se sostiene como vigente
influencia: Psicosis, de Alfred Hitchcock, que mataba a su
protagonista a la mitad de la película y cambiaba el punto de vista del
espectador a la mente macabra de un asesino.
Imperio cierra el
pasaje al abismo. El caos ya está instalado desde el comienzo: un tocadiscos
en blanco y negro; una televisión en colores a través de la cual una llorona
observa toda la película encerrada en un dormitorio; una sitcom de
humanoides con cabeza de conejo de felpa que intercambian diálogos
inentendibles, cuyo público se ríe en el momento inoportuno; una bruja
polaca que profetiza burlonamente el futuro de la protagonista (sufriente,
genial, Laura Dern); una película sobre adúlteros protagonizada por
potenciales adúlteros, remake de una filmación que terminó en crimen
–potencialmente avanzando hacia el crimen–; puertas que se abren en mundo y
se cierran en otro; una mujer con un destornillador en el estómago; polacos
que provienen de un circo; prostitutas con tetas perfectas que bailan Do the
Locomotion; productores de cine que piden limosna.
No hay
relato, todo es ensoñación caótica y oscura. Cada línea narrativa que abre
Lynch se enreda con las demás hasta disolverse. El resultado: una serie de
logrados climas de suspenso orientados a distintas lecturas sin clausura.
Una: la
de las jugarretas del inconsciente de la protagonista, sus sueños, sus
pesadillas, la justificación de la mente para el pecado que la conciencia no
puede tolerar. Otra: la crítica mordaz al sistema hollywoodense, donde todos
se prostituyen, donde manda la codicia y la frivolidad. Otra: la máxima
expresión del cine fantástico, con sus pasajes y cavernas, sus monstruos y
sus dobles, sus desvíos alternativos y sus fatales destinos. Otra: la
forma lyncheana en estado puro, plagada de citas y autocitas, con su
permanente sostén en el surrealismo, el expresionismo alemán y los
arquetipos genéricos del cine clásico. Y el Lynch digital, con luces,
colores, actores y objetos organizados por una mirada extraña, corrosiva, y
bella, que mueve la cámara sin importarle la nitidez, porque busca
justamente su opuesto.
La
última parte de esta trilogía lyncheana no es apta para todo público. Las
tres horas de Imperio pueden ser agotadoras si uno trata de entender
todo lo que esta pasando en la película. Este Lynch no mira al "espectador
popular", se mira a sí mismo y al cine, y a quienes estén dispuestos a
seguirlo. Si uno logra entrar en su camino, y dejarse llevar, puede pasar
tres horas inolvidables. De lo contrario no aguantará más de una. Nada
sorprendente si volvemos a ver Eraserhead, su casi vanguardista ópera
prima.
El cine
de Lynch es el cine de la incomodidad. Esa incomodidad que proviene de
entrever un universo negado por la racionalidad del mundo moderno, donde
todo es pensado, reflexionado, entendido y calculado. Disecado para poder
preverlo, anticiparlo, controlarlo. Ver una película de Lynch es asomarse a
las contradicciones, corrupciones y perversiones del alma humana,
atormentada por el sexo y la violencia constitutivos de su propio ser. Es
ese sutil gemido orgásmico que se le escapa a Renee (Patricia Arquette) en
primerísimo primer plano, cuando le cuenta a la policía en Carretera
perdida que le han violado su domicilio. Es Diane (Naomi Watts)
en El camino de los sueños, masturbándose violentamente desde el
dolor y la humillación, mientras la cámara vibra con la misma violencia
hasta desenfocarse en la rocosa pared de la habitación. Es el monólogo de
imprecaciones que escupe el duro rostro de Laura Dern en Imperio,
relatando –gozando– su historial de venganza sanguinaria en la oscuridad de
un lúgubre apartamento abandonado.
La única diferencia, aquí,
es que ya casi no hay convenciones a las que aferrarse para resignificar las
imágenes. Como la banda que desaparece en El camino de los sueños, en
Imperio se evapora la lógica narrativa. No hay banda, no hay
lógica. Hay cine.
Ramiro Villani
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