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IMPERIO
(Inland Empire)

Francia-Polonia-Estados Unidos, 2006



Dirigida por David Lynch, con Jan Hencz, Laura Dern, Karolina Gruszka, Ian Abercrombie, Grace Zabriskie, Karen Baird, Bellina Logan.



David Lynch supo ser un gran narrador, tal vez sea por eso que sus últimas películas trascienden la lógica narrativa tradicional. Una vez superado el desafío de introducir subtextos complejos en los relatos hollywoodenses (ver Terciopelo azul, una de las mejores películas de los ochenta), el paso lógico –en la lógica ilógica lyncheana– era provocar la ruptura narrativa de manera visceral. Pero como la lectura cinematográfica se adquiere paso a paso, Lynch fue benévolo con sus seguidores y se tomó tres películas para destruir del todo la narración hollywoodense.

Si en Carretera perdida sólo cambiaban los protagonistas (ella de identidad, él de cuerpo y alma) y un magnífico Robert Blake –vestido de negro, pintado de blanco, sin cejas y con una voz y una sonrisa de ultratumba– era el claro provocador de ese pasaje hacia un universo paralelo, en El camino de los sueños las cosas se complicaban un poco más. Varios personajes encarnando en otros, más elementos fantásticos, más individuos misteriosos, una caja transportadora a otras dimensiones, una banda musical que desaparece (en el teatro de Eraserhead, el de Twin Peaks, y también el de Imperio, porque este gran autor siempre nos narró sus persistentes obsesiones) y otras delicias por el estilo poblaron los universos lyncheanos. Pero todavía el corte era visible, la ruptura era tan marcada como la que inició este camino cinematográfico de la luz hacia la oscuridad, la de esa obra maestra que todavía hoy se sostiene como vigente influencia: Psicosis, de Alfred Hitchcock, que mataba a su protagonista a la mitad de la película y cambiaba el punto de vista del espectador a la mente macabra de un asesino.

Imperio cierra el pasaje al abismo. El caos ya está instalado desde el comienzo: un tocadiscos en blanco y negro; una televisión en colores a través de la cual una llorona observa toda la película encerrada en un dormitorio; una sitcom de humanoides con cabeza de conejo de felpa que intercambian diálogos inentendibles, cuyo público se ríe en el momento inoportuno; una bruja polaca que profetiza burlonamente el futuro de la protagonista (sufriente, genial, Laura Dern); una película sobre adúlteros protagonizada por potenciales adúlteros, remake de una filmación que terminó en crimen –potencialmente avanzando hacia el crimen–; puertas que se abren en mundo y se cierran en otro; una mujer con un destornillador en el estómago; polacos que provienen de un circo; prostitutas con tetas perfectas que bailan Do the Locomotion; productores de cine que piden limosna.

No hay relato, todo es ensoñación caótica y oscura. Cada línea narrativa que abre Lynch se enreda con las demás hasta disolverse. El resultado: una serie de logrados climas de suspenso orientados a distintas lecturas sin clausura.

Una: la de las jugarretas del inconsciente de la protagonista, sus sueños, sus pesadillas, la justificación de la mente para el pecado que la conciencia no puede tolerar. Otra: la crítica mordaz al sistema hollywoodense, donde todos se prostituyen, donde manda la codicia y la frivolidad. Otra: la máxima expresión del cine fantástico, con sus pasajes y cavernas, sus monstruos y sus dobles, sus desvíos alternativos y sus fatales destinos. Otra: la forma lyncheana en estado puro, plagada de citas y autocitas, con su permanente sostén en el surrealismo, el expresionismo alemán y los arquetipos genéricos del cine clásico. Y el Lynch digital, con luces, colores, actores y objetos organizados por una mirada extraña, corrosiva, y bella, que mueve la cámara sin importarle la nitidez, porque busca justamente su opuesto.

La última parte de esta trilogía lyncheana no es apta para todo público. Las tres horas de Imperio pueden ser agotadoras si uno trata de entender todo lo que esta pasando en la película. Este Lynch no mira al "espectador popular", se mira a sí mismo y al cine, y a quienes estén dispuestos a seguirlo. Si uno logra entrar en su camino, y dejarse llevar, puede pasar tres horas inolvidables. De lo contrario no aguantará más de una. Nada sorprendente si volvemos a ver Eraserhead, su casi vanguardista ópera prima.

El cine de Lynch es el cine de la incomodidad. Esa incomodidad que proviene de entrever un universo negado por la racionalidad del mundo moderno, donde todo es pensado, reflexionado, entendido y calculado. Disecado para poder preverlo, anticiparlo, controlarlo. Ver una película de Lynch es asomarse a las contradicciones, corrupciones y perversiones del alma humana, atormentada por el sexo y la violencia constitutivos de su propio ser. Es ese sutil gemido orgásmico que se le escapa a Renee (Patricia Arquette) en primerísimo primer plano, cuando le cuenta a la policía en Carretera perdida que le han violado su domicilio. Es Diane (Naomi Watts) en El camino de los sueños, masturbándose violentamente desde el dolor y la humillación, mientras la cámara vibra con la misma violencia hasta desenfocarse en la rocosa pared de la habitación. Es el monólogo de imprecaciones que escupe el duro rostro de Laura Dern en Imperio, relatando –gozando– su historial de venganza sanguinaria en la oscuridad de un lúgubre apartamento abandonado.

La única diferencia, aquí, es que ya casi no hay convenciones a las que aferrarse para resignificar las imágenes. Como la banda que desaparece en El camino de los sueños, en Imperio se evapora la lógica narrativa. No hay banda, no hay lógica. Hay cine.

Ramiro Villani      

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