Salvo por los caminos de
la denominada Nueva Comedia Americana, aquella que representan tipos tan
capaces para generar mundos personales y autosuficientes como lo son Adam
Sandler, Ben Stiller, Mike Myers o Will Ferrell, la comedia no está pasando
por un buen momento. Es decir: a no ser por una camada de actores-autores
que generan sus propios universos (más cerca del humor como teoría que como
práctica), estamos asistiendo a la muerte de uno de los géneros más puros.
Joyas como La herencia de Mr. Deeds, Goldmember, Los
Fockers o Elf, el duende, de cualquier modo, forman parte de un
movimiento contempóraneo que tardará en dejar sus huellas e influencias.
Cómo no alegrarse, entonces, ante el estreno de la española Inconscientes.
Más aun cuando el film de Joaquín Oristrell hace mayor hincapié en las
formas de la comedia del Hollywood clásico, sin por eso escaparle a la
autoconciencia.
Barcelona,
1913. El mundo se encuentra convulsionado por ciertos conceptos
revolucionarios sobre la sexualidad, y más lo está España, que espera la
llegada de Sigmund Freud. Con ese momento histórico como marco liberador
se nos presenta Alma (Leonor Watling), mujer embarazada que sufre la desaparición de
León, su marido, un reconocido médico seguidor de las palabras del padre del
psicoanálisis. León, antes de huir, le dejó un manuscrito sobre cuatro casos
de mujeres histéricas. Con esos textos como única pista posible, Alma
recurrirá a la ayuda del psicólogo Salvador (Luis Tosar), su cuñado, para
hallar al fugitivo. Pequeño detalle: Salvador está perdida y secretamente
enamorado de Alma.
Como
decíamos, hay mucho del Hollywood de oro en Inconscientes, empezando
por Howard Hawks y La adorable revoltosa. Así lo revelan el ritmo
frenético y la picardía de los diálogos; la intensidad del personaje
principal femenino que desborda el mundo masculino (Watling-Tosar no podrían
hacer mejor dupla); la representación del hombre dentro de estratos sociales
elevados relacionados con el universo profesional. Puede ser que el humor,
que bordea lo grosero y el grueso calibre en reiteradas oportunidades,
moleste a los puristas formales. Sin embargo es interesante que Oristrell
haya preferido la aprehensión sólo de un molde contenedor, para ponerse a
jugar a partir de ahí con su propio material, antes que emular hasta correr
el riesgo de perder el alma como casi le sucedió a Todd Haynes en Lejos
del paraíso.
El punto
más destacable de Inconscientes debe ser la forma en que el también
guionista Oristrell expone sus filiaciones estéticas. Por un lado hablábamos
del clasicismo, pero también hay un juego a lo Agatha Christie en el
misterio de la desaparición de León. Aunque es cierto que la subtrama
policial está un tanto desordenada y termina siendo excesivamente enredada.
Este es un error común cuando otros géneros se valen del policial como
segunda línea narrativa, y la Nueva Comedia Americana no escapa a eso (ver
Irene y yo... y mi otro yo): falta rigor y se estiran
innecesariamente las escenas para que cierren todas las intrigas. Aquí
también ocurre. Pero si hablamos de filiaciones cinematográficas, un ambiguo
baile de máscaras remitirá inmediatamente al espectador a Ojos bien
cerrados, la obra póstuma de Stanley Kubrick. Tan preciso es el director
que la escena no resultará gratuita, ya que la relación sexo-psicoanálisis
está implícita en ambas cintas.
Precisamente, en la no gratuidad de los elementos que la componen está el
mayor logro de esta película. Que si en su superficie resulta una comedia
pasatista, liviana y simple, también es compleja en su construcción. Es que
para organizar la historia de Alma y Salvador, que lentamente se irá
transformando en historia de amor no sin antes atravesar algunos escollos
(como corresponde a un film del género), Oristrell y su equipo de guionistas
estudiaron al dedillo los escritos de Freud. Basándose en sus teorías, desde
la utilización de la hipnosis (ver a Tosar hipnotizado y luego morir... de
risa) hasta la primacía fálica, Freud, como personaje, es en definitiva el
verdadero protagonista. Pero el hallazgo es que Inconscientes nunca
hace alarde de sus influencias; no se transforma jamás en un muestrario
solemne y aburrido, o académico. Aquí todo fluye con total naturalidad.
Está claro
que dentro del cine español actual la película de Oristrell no representa a
la vertiente moderna y desencantada, aquella que lideran tipos como Alex de
la Iglesia o Santiago Segura, y hasta puede que su factura prolija y muy
profesional la acerquen a círculos de "mayor prestigio". En cualquier caso,
no se pueden negar sus valores ni la inteligencia de su propuesta. Cabe
lamentar, tal vez, que, habiendo tomado el tema de la liberación sexual, no
sea la película política y militante que podría haber sido (hay más de un
chiste homofóbico que va a contramano de la corrección política). En ese
aspecto Inconscientes peca de canchera, de ingenua, se
recuesta en un humor de tocador que no la favorece demasiado, para así
esquivar el bulto (disculpen la metáfora, pero no había otra más apropiada)
y resultar más graciosa que efectiva. No obstante, se agradece que algunos
personajes puedan ser felices con sus decisiones sin que se los juzgue. Amén
de que los malos la paguen. Y estos son malos más allá de sus elecciones
sexuales.
Inconscientes,
retomando lo dicho al principio, no tiene los elementos necesarios para
formar parte de la Nueva Comedia Americana; no está dibujada con trazos pop
ni inventa un mundo para luego deformarlo, por lo que sus pretensiones son
un tanto escasas. Pero con su autoconciencia genérica y la utilización de
tópicos culturales de manera desestructurada demuestra que existen otras
formas desde donde la comedia puede ser eficaz sin caer en el lugar común.
Como alguna vez dijera acertadamente el crítico y director argentino
Santiago García, no existe comedia si no se burla de las instituciones.
Inconscientes cumple a rajatabla esa premisa con su caricaturización
desprejuiciada de la ciencia y del matrimonio. Más allá de sus desniveles
narrativos –que la estiran un poco hacia el final– y de cierta desprolijidad
formal, la película de Joaquín Oristrell es una buena noticia dentro del
escuálido presente de la risa en la pantalla grande.
Mauricio Faliero
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