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    algunos meses apareció un film que empezaba en el presente y, en lugar de 
    avanzar, retrocedía en el tiempo: Memento, de Christopher Nolan. 
    Mucho antes, en 1948, Alfred Hitchcock se dio el lujo de rodar Festín 
    diabólico en sólo seis tomas, “cosiéndolas” de tal modo que el efecto 
    era el de un plano único y magistral cuya duración –72 minutos– coincidía 
    con la de la película. El argentino radicado en Francia Gaspar Noé reedita 
    ambas proezas y, además, hace algo que ningún otro director había conseguido 
    (y casi ninguno, seguramente, deseado): exhibir secuencias de una violencia 
    tan atroz, directa y creíble que corre el riesgo de empujar a buena parte de 
    la platea fuera de la sala antes que termine la función.
 
    De hecho, eso 
    es lo que viene sucediendo con Irreversible en los cuatro costados 
    del globo, incluyendo proyecciones de prensa y festivales a los que fue 
    invitada. Yo me quedé hasta el final. En parte, porque suponía que el hombre 
    que había plasmado (virtualmente en soledad) un largometraje formidable como
    Solo contra todos guardaba en su manga algo más que la provocación 
    por la provocación misma. En parte porque, por detrás o por debajo de la 
    sangre y la humillación que inundan la pantalla, eso es lo que el propio 
    relato sugiere desde mucho antes de promediar. 
    El principio de 
    la película, que es el final de la historia, está ambientado en “Rectum”, un 
    boliche sado-maso-gay de los más sórdidos que puedan imaginarse. Tanto más 
    sordido cuanto que la cámara nunca deja de filmar (concretamente, hay una 
    sola toma para cada bloque narrativo, algo muy parecido a lo que acontecía 
    en la excelente Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch). Y está todo 
    muy oscuro, por lo que las imágenes resultan confusas, difíciles de 
    discernir y, vamos,  
    bastante 
    difíciles de mirar. Pero acá ya hay una justificación global, o –si me permiten la 
    expresión– un acople entre los contenidos y las formas: estos boliches son 
    así, se ven así, especialmente si quien los visita está sumido en trance por 
    haber consumido alguna droga. 
    O por una turbación extrema, como la que 
    domina a Marcus (Vincent Cassel), cuya novia acaba de ser salvajemente 
    violada y golpeada. Acudió allí con su amigo Pierre (Albert Dupontel) en 
    busca de venganza, porque alguien le ha dicho que “La Tenia” –ese es el 
    apodo del violador– es habitué de “Rectum”. Y después de un rato lo 
    encuentran, o creen encontrarlo, en el segundo piso del local. La secuencia 
    culmina con el asesinato de un hombre a quien le destrozan el cráneo (una 
    y otra vez) con un matafuegos. El sonido que se escucha al fondo es 
    una suerte de ominoso ronroneo industrial, minuciosamente elaborado, que 
    hace de contrapunto perfecto para los desbocados –subjetivos, desde ya– 
    movimientos de la cámara. 
    Lo que sigue es 
    la reconstrucción retrospectiva, paso a paso, situación por situación, de 
    los hechos que condujeron a ese desenlace. No los voy a referir a todos, ni 
    develaré el principio de la historia… ¡que en este caso equivale al 
    consabido pecado de anticipar el final! Lo esencial, en cualquier caso, es 
    que las situaciones elegidas, junto a la estructura temporal, hacen que el 
    concepto de suspenso, y obviamente su experimentación, sea algo muy 
    concreto y a la vez extraño en este film: uno ansía conocer el pasado con el 
    mismo afán con que, en casi todas las demás películas, suele interrogarse por el 
    futuro. Por este lado, Irreversible funciona mil veces mejor que 
    Memento. 
    Un par de 
    secuencias más adelante accedemos a la violación, con su fatídico preámbulo: 
    una fiesta privada a la que Marcus concurre con su novia Alex (la bellísima
    star italiana Monica Bellucci) y su amigo Pierre. El plano secuencia 
    (que así se da en llamar técnicamente a estas tomas tan largas) de la fiesta 
    está estupendamente logrado: Noé vuelve a captar y a transmitir la 
    esencia de una situación. La cámara sigue estando en mano pero, acorde con el 
    nuevo ambiente, es mucho menos movediza que en el tramo inaugural. Cierta 
    pelea, Alex que decide volverse sola, la calle, un túnel peatonal bajo nivel 
    en el que se topa casualmente, fatalmente con “La Tenia”. Ahí están los ocho 
    minutos de la violación en tiempo real que se hizo injustamente más famosa 
    que la película. 
    ¿Hacía falta 
    mostrar ese acto repugnante desde ahí nomás, en un plano tan cercano 
    y detallado que parece condenar al espectador a una impotencia doblemente 
    exasperante? La pregunta contiene la respuesta: justamente esa proximidad, y 
    la impotencia exasperante, es lo que alinea a la platea con el punto de 
    vista de Marcus. En otras palabras: es la elección formal que más acerca al 
    espectador a lo que suele sentir (y eventualmente imaginar) el novio, o el amigo o 
    familiar, de una mujer violada. Una elección extrema, por supuesto, pero 
    consecuente hasta los tuétanos. Y digo más: en esta mostración brutal se 
    puede entrever  una tesis, una posición, sobre la “traducción” 
    cinematográfica. Porque a la violencia se la puede sugerir o exhibir, y 
    estos ocho minutos postulan que si se la exhibe hay que exhibirla así, sin 
    medias tintas. Toda una crítica, y de suyo una condena, a la tibieza 
    encubierta del “realismo” hollywoodense. Miren: se puede entender y respetar a los espectadores asqueados 
    que abandonan la sala. 
    Lo que no se puede consentir es la indignación hipócrita, desenfocada, 
    de los críticos profesionales que confundieron la violación ficticia con 
    una violación real, y equipararon, o poco menos, al cineasta con el 
    violador. En los tramos atroces y en los otros 
    Irreversible ofrece una mirada –precisamente una mirada crítica– y eso 
    es lo que todos esos críticos, paradójicamente, pasaron por alto. 
    La violación es 
    un soberbio punto de inflexión narrativa. Contrariando una vez más las leyes 
    generales, lo que queda por delante no es el típico crescendo hacia 
    el punto en el que estallan las tensiones sino la aproximación, la 
    reconstrucción, de la calma previa a la tormenta. Esto depara 
    una jugosa conversación entre los protagonistas en la que se ponen sobre el 
    tapete unos cuantos temas psicólogico-sexuales. Pero también, ya en el 
    comienzo mismo de la historia, que es el final de la película, sienta 
    las bases de la tesis que explicita el cartelón final: 
    “El tiempo lo destruye todo”. Una idea oscura,  discutible, pero 
    que cobra inusitada fuerza, resignificando toda la 
    violencia que se presenció. 
    Un film 
    personal, original, interesante, difícilmente olvidable. Y en el mejor de 
    los casos (que fue el mío, y lo agradezco), sumamente emocionante. Guillermo 
    Ravaschino      
    
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