La película de Franco Zeffirelli (Hermano sol, hermana
luna, Hamlet) está basada en una novela con fuertes rasgos autobiográficos
escrita en 1847 por Charlotte Brontë (hermana de Emily, autora de Cumbres Borrascosas).
Así, la primera parte de Jane Eyre transcurre en Lowood, un rígido orfanato de
corte victoriano inspirado en la verdadera escuela que acogió a Charlotte tras la muerte
de su madre. Entre las perfidias del rector Brocklehurst, quien no trepida en aseverar que
está allí "para corregir la naturaleza", los gritos pelados de Miss Scatcherd una rnaestra pegadora animada por Geraldine
Chaplin y la rebeldía de la pequeña Jane, que nunca termina de amoldarse,
transcurre el introito de la película. Rutinaria, coronada por la muerte de la única
amiga de Jane, esta fase da la impresión de haberse concebido y estirado para
hacerle un lugar a la oscarizada Anna Paquin (La lección de piano), que le pone el
cuerpo a los primeros años de la protagonista.
Con un salto en el tiempo llegan
las mejores formas de Jane Eyre. Ahora es Charlotte Gainsbourg, hija de la actriz
Jane Birkin y toda una estrella en Francia, quien se hace cargo de Jane cuando deja Lowood
para emplearse como institutriz en Thornfield Hall, imponente castillo del medioevo. Los
bellos y tristes planos generales de Zeffirelli empiezan a funcionar poderosamente a
partir de aquí (antes decoraban y poco más, a tono con los proverbiales manierismos de
este cineasta forjado como regisseur operístico), canalizando ajustadamente el
tono de la historia, que es de un amor oscuro, intenso, siempre al borde del naufragio.
Los rostros hacen lo propio. Los vivaces gestos del ama de llaves del castillo (la siempre
magnífica Joan Plowright), invariablemente coronados por amargos rictus, anuncian con
sutileza lo que le espera a Jane. El dueño de Thornfield es un tal Rochester, caballero
huraño que muy cada tanto aparece por el lugar. Las sombras se extienden sobre la propia
tarea de Jane, que es cuidar y educar a una niña cuya ligazón con Rochester no esta del
todo clara, aunque se rumorea que la adoptó. Noche tras noche, en tanto, tétricas
carcajadas interrumpen el sueño de la institutriz.
Así planteada, la llegada de Jane a
Thornfield carga a la historia de suspenso, mientras que la aparición de Rochester (que
tendrá la cara de William Hurt, todo un experto en varones avinagrados) inaugura la veta
romántica, que desembocará en melodrama poco antes del final. En este punto resulta
clave la máscara ambigua de Charlotte Gainsbourg. Temperamental y a la vez serena,
hermosa aunque de una manera extraña (cualidad torpemente percibida por una cortesana,
convencida de que "las institutrices saben ser feas de un modo
particular"), Gainsbourg exterioriza el complejo mundo interior de Jane a través de
su mirada. La rebeldía de su infancia, aún no extinguida pero domada en Lowood, es un
brillo pálido en aquellos ojos, que encuentran a su alma gemela en Rochester. A él lo
doblegan otras penas, adecuadamente mantenidas en penumbras para el público y para
Jane hasta la resolución del film.
Guillermo Ravaschino
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