Japón
coloca la apreciación del espectador en un lugar ambiguo, ambivalente. ¿Qué
otra consecuencia puede traer un film que exhibe un exquisito tratamiento
visual, una fotografía impecable, con un argumento que transcurre entre el
registro documental etnográfico y la ficción metafísica, que cuenta con
actores no profesionales que con solvencia se interpretan a sí mismos, y al
mismo tiempo pone estas cualidades en evidencia, en un alarde de tecnicismo,
grandilocuencia y espectacularidad?
El mejicano
Carlos Reygadas se confiesa admirador de Tarkovski, Herzog y Sokurov, y esta
filiación es evidente en su estética. La asociación de esta primera película
con A la izquierda del padre (Lavoura Arcaica, de Luiz
Fernando Carvalho) nos resulta inmediata, justamente por su imagen
esteticista y cierta autocomplacencia autoral que sentimos intuitivamente al
ver ambos films.
Japón
abre con el tópico del viaje: un hombre rengo se dirige en auto y a pie por
vastos parajes y terrenos escarpados hasta un pueblo entre los cerros, al
borde de la civilización, donde interrumpe su derrotero y pide hospedaje. Ya
sabemos que ha viajado hasta allí para matarse. Ese comienzo melodramático
no tendrá más explicación, no conoceremos sus motivaciones sino tan sólo la
expresión torturada del hombre que juega con su pistola y con la
determinación que lo guía. La idea de la muerte probable está siempre
presente. Al mismo tiempo, se produce el encuentro con lo desemejante. La
mirada del protagonista sobre la aldea y sus habitantes es la mirada de
Reygadas: el hombre, un pintor, funciona como su alter ego, su visionario.
Es aquí donde el film deja de lado el melodrama y deviene antropológico,
hasta documental, con la representación de una realidad del México profundo,
donde lo cotidiano está intrínsecamente ligado a lo religioso. La bienvenida
del jefe comunitario, los campesinos cultivando la tierra, los ratos pasados
en el bar, el rito religioso, todas escenas auténticamente locales, están
registradas por una cámara que marca fuertemente su presencia.
No se cuenta
una gran historia en los 134 minutos que consume Japón; se trata de
una exhibición expresionista, un ejercicio visual y auditivo de alta
sensualidad. Reygadas es un enamorado de la fotografía, como lo es el
brasileño Carvalho. Filmada en 16 milímetros, cada plano del argentino
Diego
Martinez Vignatti
está
organizado al detalle como una composición en movimiento: tomas fijas se
combinan con largos planos secuencia, en los cuales el formato panorámico
facilita los frecuentes paneos de 360 grados que abarcan todo el espacio
circundante, abrazando al protagonista –y al espectador– en su centro. Logra
imágenes muy bellas con un exquisito trabajo de color, particularmente de la
montaña: piedras, masas de nubes, cambios de luces, un caballo muerto en una
panorámica monumental, o la danza sexual de dos caballos copulando. Por fin
la última toma sobre las vías del tren, de paneos sobre paneos espiralados
interminablemente, en perfecta conjunción con la música de Arvo Pärt, es de
un virtuosismo técnico indiscutible. La banda de sonido también revela un
trabajo muy cuidadoso, con sonidos naturales, animales y humanos; y la
música de Bach, Shostakovich y Pärt que el protagonista escucha en su
walkman lo invade todo, resaltando el carácter religioso del film y
acentuando el choque entre cultura y primitivismo que vive el personaje.
Reygadas no cesa de hacernos sentir que estamos ante una película
importante, cargada de alegorías. En ese paraje entre riscos, piedras,
abismos y quebradas se produce el encuentro entre el intelectual y lo
telúrico elemental en la figura de su anfitriona, una vieja aborigen que
lleva en su rostro las huellas del tiempo y las marcas del espacio. A través
de la anciana se establece la conexión del protagonista con la tierra y su
propio cuerpo, y la serena presencia de la mujer, su vitalidad ancestral,
ponen en crisis la idea del suicidio y reavivan su erotismo. El encuentro
sexual entre el hombre y la india exhibe una perversión que pasará a las
antologías. Ella y sus coterráneos están representados en un registro
documental que por momentos hace evidente el dispositivo cinematográfico,
como sucede en la escena en que unos trabajadores hablan a la cámara y ésta
se fija en un hombre que canta, absolutamente borracho. Esta toma patética,
casi dolorosa, despertó mi pudor por su auténtica carga afectiva, por
presenciar un momento de tal intimidad.
El título es aleatorio, de intención sugerente. Japón ha pasado por
varios festivales, en Cannes ganó el premio a la mejor película
latinoamericana y en el último Bafici el debutante Alejandro Ferretis se
llevó el correspondiente al mejor actor. Algunos la consideran la gran obra,
comparable a las del maestro Tarkovski. No estoy entre ellos.
Josefina Sartora
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