Sale uno de ver Sunrise de Murnau o Broken Blossoms, de
Griffith, y queda con la impresión de que el interés del cine por crear un
lenguaje propio sin renunciar a las posibilidades comerciales quedó aparcado
en aquella época. La mayor parte de las grandes películas desde entonces,
superada la servidumbre de la palabra, se han valido de su sobresaliente
capacidad ortográfica. No se trata tanto de intentar superar ese lenguaje
cinematográfico como de utilizarlo con deslumbrante perfección. A este
propósito, los géneros son paradigmas de codificación, pero también de
encasillamiento.Pongamos el caso de Jeepers Creepers, película
dirigida por Victor Salva, acostumbrado a moverse en territorios
presupuestarios de serie B, ejemplo de que, con el tiempo, incluso del cine
de terror adolescente se puede obtener algún resultado provechoso para
aquellos aficionados al género interesados por la pulcritud con que Salva
encarrila su película. Lo que no es de recibo es que en una película de
premeditada vocación comercial como esta se pretendan rastrear indicios de
un lenguaje nuevo, como se achaca con frecuencia a este tipo de films. No
deja de ser una verdad de perogrullo que Salva no juega en la misma
categoría que, pongamos por ejemplo, Kar-Wai o los hermanos Dardenne.
Así pues, establecidos los límites necesarios para comprender las
intenciones de la película y para disfrutarla, lo cierto es que Jeepers
Creepers promete lo justo y da todo lo que tiene. Sus modestas
intenciones la convierten, con todas las de la ley, en un reflejo
contemporáneo de lo que en otra época era un cine de evasión (ahora lo es
prácticamente todo) de bajo presupuesto, aquellas películas firmadas por
ilustres desconocidos como Christy Cabanne o Mark Robson.
El punto de partida es tópico. Si se quiere ver más allá de las probables
intenciones de guión y dirección podría leerse una imagen paradigmática de
situaciones que el género de terror para adolescentes (Sé lo que hicieron
el verano pasado, Scream, Leyenda urbana) ha forjado a lo
largo de la pasada década. Una pareja vuelve a su ciudad para un encuentro
familiar y sufre un encontronazo con un misterioso personaje que conduce un
camión que está a punto de provocar un accidente. Al cabo del tiempo vuelven
a encontrarse a este tipo sospechoso arrojando un bulto del tamaño de una
persona por una inmensa tubería. ¿Qué hacen los chicos? Se entrometen,
naturalmente.
Hay novedades con respecto a películas anteriores de este
subgénero casi infame. La primera, el director tiene la decencia de dotar de
sentido a casi todos sus planos, e incluso anticipa datos que se van
conociendo con posterioridad simplemente con un movimiento de cámara o con
su emplazamiento. La segunda, el guión. Esa pareja a la que aludía no son
dos novios obsesionados con el sexo como ocurre otras veces. Son dos
hermanos que se llevan como el perro y el gato. La intención de inclinar esa
situación tópica de partida hacia postulados de un fantastique más
estimulante se prodiga desde el guiño inicial a Duelo a muerte de Spielberg
hasta escenas memorables como la de la mujer con la casa llena de gatos.
Pero no se trata, para nada, de nuevas situaciones. Todas resultan casi
reconocibles, aunque envueltas en una ortografía que evita el hastío de un
guión que, por supuesto, tiende al exceso partiendo de una ingenuidad un
tanto impertinente. No falta el desenlace abierto que permita secuelas ni
tampoco un malvado que, al menos hasta que aparecen los títulos de crédito
finales, no ha dado síntomas de debilidad. La lucha entre Bien y Mal que
siempre puede entreleerse en este tipo de propuestas también se halla
dispuesta para aquellos que quieran verla. De momento esperaremos para saber si Jeepers
Creepers es flor de un día, libertad concedida por el productor
ejecutivo Francis Ford Coppola como resultado de sus traumáticas
experiencias con otros productores, o que Victor Salva es, efectivamente, un
realizador válido para un cine de terror que ansía la nueva oscuridad a
través de viejas ventanas que ofrecen títulos como éste o casi todos los de
John Carpenter.
Rubén Corral