Clint Eastwood tiene 70 años. Los héroes de su última película,
también. Para ellos como para él, la edad no constituye un problema.
Clint Eastwood tiene 70 años y parece que el paso del tiempo lo beneficia,
poniendo al alcance de su cámara nuevas ideas para expresar. O tal vez,
lo más adecuado sea afirmar que, como siempre, los sentimientos que
experimenta en esta etapa de su vida lo empujan a describirse en una
película. Ya lo hizo (entre tantas) en Los puentes de Madison, en
la que se permite recrear un amor imposible entre gente grande (como él),
en Cazador blanco, corazón negro, adonde retrata a un John Huston
que detesta a los productores de Hollywood (como él) y en Un mundo
perfecto, en la que un policía duro reconoce que cometió un error y
en la que, de paso, Eastwood aprovecha para retrucar de algún modo la
fama ideológica que el mismo supo conquistar –su conservadurismo, su
apego por las leyes republicanas– y plantea una película adonde el
"ser" y el "deber ser" se presentan contradictorios
(como él). En este marco, Jinetes del espacio no puede sorprender
a nadie porque se supone que Clint, en algún punto, siempre hablará de
Clint.
A pesar de ello, Jinetes del espacio sorprende. Y cómo. Ante
todo, que nadie espere ver dos horas con naves espaciales y astronautas
computarizados, como sugiere el triste afiche promocional de la película.
La primera sorpresa agradable justamente sobreviene cuando los minutos
pasan, y pasan, y la bendita odisea espacial se demora... para jolgorio
del espectador. Es que lo más maravilloso es que Clint Eastwood, a los 70
años, se da el lujo de aprovechar los lugares comunes para ponerlos al
servicio de algo completamente original y valioso. Si digo que el nudo
de Jinetes del espacio es la inminente caída de un satélite fuera
de órbita sobre la Tierra, algunos van a poner cara de asco. Otros
creerán que Eastwood reedita al Bruce Willis de Armageddon (asteroide
o satélite, para el caso es lo mismo) para salvar al mundo. Otros
pensarán que el director de Honkytonk Man se ha vuelto
irreversiblemente gagá.
La historia comienza en 1958, con el equipo Daedalus, integrado por
cuatro de los mejores pilotos de la Fuerza Aérea Norteamericana
(excelente elección de los jóvenes jinetes, idénticos a
Eastwood, Jones, Sutherland y Garner) funden sus aviones para perforar el
cielo y, por qué no, llegar a la luna. El espacio es para ellos una sensación
adrenalínica que no pueden ni quieren apaciguar. Para esa época el
gobierno de Estados Unidos decide crear la NASA. Y la lógica indicaba que
el equipo Daedalus tendría el privilegio de ser el pionero en la
exploración espacial. Sin embargo, el jefe Bob Gerson (James Cromwell)
prefiere ponerlos en ridículo ante todo el país, anunciando que el
primer explorador americano... será un chimpancé.
El film retoma la historia cuarenta años después. Muchos adelantos
tecnológicos se fueron sucediendo, pero Gerson permanece como una de las
máximas autoridades de la NASA, adonde se está tratando de resolver un
grave problema. Un satélite ruso, de la época de la Guerra Fría, se
salió de órbita y ninguno de los brillantes cerebros atina a
desentrañar el antiguo sistema que lo rige. Muy a su pesar, Gerson
difunde lo que sabe: fue Frank Corvin (Eastwood) quien lo diseñó. Los
empleados de la NASA van detrás del ya anciano ingeniero. Corvin vive
tranquilo pero no puede dejar de aceptar el desafío e impone una
condición: él mismo será quien viaje al espacio junto a sus tres
compañeros de Daedalus, para poner en órbita el satélite. Lo que sucede
a partir de allí constituye la verdadera historia.
A ninguno de los cuatro ex pilotos se le murió el deseo de atravesar el
espacio. A ninguno le interesa demasiado, en realidad, que la Tierra desaparezca
bajo el impacto de un satélite ruso. Y a los espectadores, menos. La
película está en los sacrificios que estos cuatro ancianos deben hacer
para cumplir su sueño. En la forma en que se relacionan entre sí y con
los demás, en lo que saben y en la voluntad de hacer todo para
conseguir aquello que los desvelaba cuarenta años antes.
La película es diversión pura. Un homenaje a la vejez, con todas las
letras y las imágenes. Con personajes claros, sencillos, coherentes,
originales. El actuado por Sutherland es por lejos el mejor. Los demás no
desentonan (quizá el que inerpreta James Garner sea pobre, pero pasa
inadvertido). Y un homenaje a la vejez no excluye otro tipo de homenajes.
Eastwood también habla de cine. Porque el viaje al espacio puede
entenderse como una metáfora sobre el cine. Sobre sus posibilidades como
arte, incluso inmerso en una industria con intereses meramente
económicos. Sobre la voluntad de un hombre que quizá ya en "edad de
retirarse", dice que no. Que aún puede vérselas con una cámara, un
espacio exterior y un montón de efectos especiales. De alguien que
reconoce que existe un enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, pero que
siente que ese conflicto puede sintetizarse, o superarse, en el
sentido hegeliano del término. Y por qué no pensar en que éste es un
homenaje al cine y a la fantasía si las escenas finales así lo
demuestran.
Como si esto fuera poco, Harry, el sucio también refleja lo
político. La burocracia, la necedad, la estupidez del sistema. Si se toma
en cuenta todo lo que se sabe de la ideología de Eastwood, hay algo que
no cierra. Si su republicanismo y conservadurismo fueran de la magnitud
que se les adjudica, nunca podría haber puesto a los rusos en el papel
que los pone y, sobre todo, jamás hubiera hecho que un deseo tan "instintivo"
como surcar el cosmos fuera el verdadero motor de estos jinetes
espaciales. En primer lugar, habría puesto el salvataje del mundo, esa
responsabilidad de los patriotas americanos. Pero esta no es la
gesta armageddoniana en versión viejitos voladores. Si hasta son
ellos los que se encargan de poner esta cuestión de Estado bien abajo,
allá en la Tierra y en el pasado, ese pasado en el que sus sueños no podían
hacerse realidad.