El juego del miedo
se ha convertido en una de las sagas de terror más populares de los últimos
años. Y en cierta forma, el asesino serial Jigsaw se ha ido convirtiendo en
el Hannibal Lecter del Siglo XXI (un modelo más industrializado y
tecnológico). A nivel cinematográfico, esta combinación de sadismo, golpes
de efecto y moralina apenas si resultó creíble en la primera entrega. La
segunda había sido un total disparate, completamente previsible, que poco
asustaba y mucho cansaba con su montaje acelerado y calculadamente
desprolijo.
El juego del miedo 3
es la mejor de todas, aunque no por las razones esperadas. Los autores
siguen regodeándose en su crapulencia, las lecciones morales continúan
elevando su volumen, las vísceras siguen volando por el aire al ritmo de un
montaje videoclipero que banaliza la violencia... pero también hay una
historia de amor. Trágica, frustrada. Es entre Jigsaw y Amanda, la única
víctima que consiguió superar uno de los retorcidos tests del asesino, para
pasar a ayudarlo en su misión.
Es que Jigsaw está
enfermo de cáncer y agonizando. Entonces Amanda secuestra a una médica,
forzándola a salvar a su mentor a cualquier precio, mientras otro juego
se desarrolla en paralelo. En el medio hay celos, discusiones y
autocuestionamientos, a la vez que mediante diversos flashbacks se nos narra
el vínculo de Amanda con Jigsaw, suerte de rara historia de aprendizaje y
amor platónico.
Todo esto, que
constituye el verdadero nudo de la historia detrás de la superficie
pretenciosamente aterradora, es lo más interesante de la película, y esto es
lo que le da estatura, más que de mera secuela, de componente de una saga.
Es como si los responsables del film hubieran tomado como base el libro
“Hannibal”, de Thomas Harris, con ese final desequilibrado en el que Lecter
iniciaba un romance con Clarice Starling, quien también se convertía en
caníbal. Aquí la cosa es más bizarra todavía, con una joven que se
transforma en el arma de su amado (quien, por cierto, no deja de ser un
muerto vivo). Seudonecrofilia, que le dicen. Y sin psicólogos a la vista.
Lamentablemente,
sobre el final todo tiene que armarse, que justificarse adecuadamente. Y
retorna la desagradable sensación de que los cineastas comulgan con la
ideología fascistoide del asesino, que tortura a personas que él considera
decadentes, pretendiendo mantener una distancia que en verdad no existe.
Entonces sólo queda ese horror estetizado. Y el amor, al fin de cuentas,
termina siendo apenas un obstáculo.
Rodrigo Seijas
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