Juegos sexuales consume la mayor parte de sus 95 minutos como una fábula
dominada por adolescentes ricos que cultivan el cinismo. Ahí están Valmont (el carilindo
Ryan Phillippe) y su hermanastra Kathryn (Sarah Michelle Gellar, mucho menos atractiva y
tanto más operada créame que lo que mienten los afiches)
compitiendo a ver quién es el que se lleva más amantes a la cama. Conseguirlo sin que
medien intereses amorosos no rebaja las hazañas. Antes bien, parece la primera
condición. A tal punto se consagran a esta suerte de deporte, y con tal grado de
frialdad, que el relato cobra la forma de un ritual impostado, artificioso, emprendido por
criaturas tan inverosímiles como las que pueblan las publicidades de perfumes, pantalones
o automóviles de "primera línea". Existen allí, y nada más que allí. Pero
no viven. Cada uno de sus gestos y movimientos responde a una muy mezquina carta de
navegación: la que prescribe personajes de una sola pieza.
La anécdota no es más generosa.
Kathryn desafía a Valmont a que desflore a Anette (Reese Whiterspoon), que no sólo es
una de las vírgenes más respetadas de la comarca, ya que su padre es el director de la
elegante escuela a la que concurren los protagonistas, sino que se vanagloria de su
condición y se ha propuesto conservar intacto el himen hasta el matrimonio. El
hermanastro recoge el guante y pactan la siguiente apuesta: si él fracasa, Kathryn se
quedará con la formidable coupé Jaguar de Valmont, y si triunfa, él se
quedará con Kathryn un buen rato al menos haciendo lo que más le plazca
sobre un colchón. Los escenarios no podrían haber sido más ostentosos: las mansiones de
unos y otros, las instalaciones del colegio que es, a su manera, otra mansión. Los actos
sexuales no aparecen casi nunca como tales sino evocados, alardeados, por innumerables
conversaciones. En este sentido podría decirse que Juegos sexuales es una
película de sexo oral. Por lo demás es muy tramposa, y pretensiosa, toda vez que usó
los sugerentes escotes de Gellar y Whiterspoon para promocionarse como la promesa de un
ritual el coito y sus arrabales y termina sin exhibir el ritual, sus
arrabales... ¡ni las tetas!
El hecho de que estos teenagers
deambulen a sus anchas por las propiedades, la mayor parte del tiempo sin adultos a su
alrededor, les confiere un raro aura, tal vez reminiscente de ciertos representantes de la
nobleza no menos afectados e igualmente ruines de siglos pasados. Al fin de
cuentas, el film está vagamente inspirado en "Las relaciones peligrosas", la
famosa novela de Choderlos de Laclos que ya tuvo tres versiones fílmicas. De allí a
concluir que "resulta refrescante, después de tantos romances esponjosos entre
adolescentes, ver una película que refleje aquel cinismo", como lo ha hecho nada
menos que el insigne Roger Ebert (el crítico más prestigioso, y seguramente mejor pago,
de Norteamérica), hay un abismo que sólo puede ser zanjado con locura. O con
insospechadas intenciones. Hay otro abismo, y es el que separa a la mentada "fase
cínica" del relato de la que le sigue. Créase o no, a Valmont le llegará el turno
de ablandarse bajo el influjo de esa chica que no ostenta un solo rasgo distintivo (fuera
de su privilegiada posición social) y que lo llevará derechito, como por un tubo, hacia
el dulce territorio del amor, del puro amor. Como en los romances esponjosos.
Aunque las cuerdas moralistas que se pulsan a partir de aquí son más bochornosas, y
estridentes, que las que suele ofrecer el consabido rubro.
Guillermo Ravaschino
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