Este
último sábado he tenido la oportunidad de leer en la secciíon Espectáculos
de uno de los más espaciosos matutinos porteños el copete sin firma con las
más recientes recomendaciones cinematográficas. Las cuatro estrellitas,
sobre cinco posibles, dedicadas a King Kong parecen avalar la
seguridad que todo espectador de cine responsable busca a la hora de
concurrir a las salas previo desembolso del suculento precio de una entrada,
pero (¿siempre hay un “pero” crítico agazapado para empañar esa alegría casi
infantil que el cine puede darnos como ninguna otra de las artes?) no sin
antes advertirle sobre la grandilocuencia que afecta a la última
película de Peter Jackson. Según alcanzo a deducir de ello, para algunos
críticos de cine la crítica no resultaría verdaderamente confiable si no
señalase al menos un defecto, incluso donde no lo hubiera.
Analicemos, al
menos, esta situación. Si por grandilocuente han querido decir altisonante o
presuntuoso, hay que aclarar que el tono de este King Kong es siempre
ameno, nada solemne, narrativamente ágil. Esto último hace que sus tres
horas y cuarto pasen volando hasta para un espectador no iniciado ni
regular, pero sensible como mi suegra. Si por grandilocuente han querido
decir costosa, urge reiterar que no importa cuánto se gaste en una película,
sino cómo se lo haga. Y me atrevo a sostener que hay pocas películas tan
costosas y a la vez menos ostentosas que esta, y a postular que la remake
de un clásico fundacional de aquel cine bigger than life
hollywoodense exigía una erogación multimillonaria. Ahora bien: si por
grandilocuente han querido decir grandiosa, deberían haber escrito de una
vez el calificativo correcto y no andarse con eufemismos.
De hecho,
King Kong es una película grandiosa. Y no podía ser de otro modo porque
trata, justamente, de dioses, mitos y misterios. Es un viaje, no sólo
espacial, sino también temporal al corazón de las tinieblas –la novela de
Joseph Conrad es citada más de una vez en la primera parte de la historia– y
de lo desconocido, cuyos resultados trastocan trágicamente dos
medioambientes sólo en apariencia muy distintos. Los aborígenes, que en la
primera versión (1933, dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack)
bailaban inofensiva y graciosamente, dan lugar en ésta a secuencias dignas
del cine de horror más escalofriante. Sólo educados en la materia Kong por
la película de 1976 de John Guillermin, la mayoría de los espectadores
desconocen la fuerte impronta prehistórica de la película original. Peter
Jackson la recupera para nosotros con la violencia de aquella, aunque con un
poco menos de inocencia y salvajismo, y con un ojo crítico incluso más
mayor.
En la película
de 1933, el entusiasmo aventurero de un director de cine embarcaba a un
equipo de cineastas, a la homeless protagonista de la futura
película, y a la tripulación del S.S.
Venture
en la búsqueda de una isla todavía no cartografiada en la que los nativos
convivirían con un ente de identidad imprecisa –bestia, espíritu o deidad–
llamado Kong. El cruel optimismo que caracteriza al personaje del cineasta
era el espíritu que dominaba a la película toda, hasta transformarla en un
festival de la lucha por la supervivencia del más apto y en un documento
transversal de la situación social estadounidense durante los años
posteriores a la Gran Depresión. La lúcida mirada actual de Peter Jackson le
ha permitido detectar e incluir aquellos elementos y hacer de este King
Kong una película-homenaje a esa capacidad que tuvo Hollywood de generar
mitos universales, pero anclándose en un punto de vista mucho más crítico y
menos cínico que el de Carl Denham, típico self made man emprendedor
y bastante inescrupuloso pero simpático que protagonizaba aquella, hoy
compuesto mucho más oscuramente por Jack Black.
Pero el cambio
mayor se da en la preponderancia que cobra el personaje femenino desde el
principio al fin de la película. En una decisión imposible de tomar para el
Hollywood de entonces –fuera del ámbito anárquico de la screwball comedy–
y para un género eminentemente masculino como era el de aventuras
decimonónico, el protagonismo de este nuevo King Kong recae sobre
Anne Darrow (Naomi Watts) –desvalida prenda sacrificial de la primera
película devenida heroína consciente de su dignidad en esta–, y esa elección
hace que se transforme la relación entre la mujer y el mono, y la de los
mismos espectadores con la mujer. De ser un objeto fuertemente sexual pasa a
representar unos valores más ligados a la emoción que al deseo, lo que le
proporciona a esta versión una densidad emocional mucho mayor que la
primera.
Luego de la
ballena blanca Moby Dick, King Kong es el mayor mito animal que ha parido la
ficción norteamericana, con el valor agregado de ser el primero
exclusivamente cinematográfico. Anclado en una cultura ya no tan religiosa
como aquella que forjara el relato de Melville pero todavía propensa al
poder de la alegoría, King Kong abunda en simbolismos que lo enriquecen
todavía más. Esta versión de Peter Jackson juega conscientemente con ellos y
apunta interpretaciones nuevas en un par de ocasiones, pero deja que la
potencia original del personaje se despliegue en varios planos simultáneos,
dotando a la película de una complejidad similar a la de Cooper y
Schoedsack, de una cinefilia más lúdica que terminal aunque fuertemente
melancólica, y hasta de una sensibilidad aun más conmovedora. Queda claro
que, para mi gusto, brilla con más de cuatro estrellas en el cielo de la
mediocre cinematografía industrial contemporánea, y que no hay pero que
valga a la hora de criticar toda su grandeza.
Marcos Vieytes
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