Giuseppe Tornatore nos cuenta con su italianidad –¡pero esta vez con
los actores hablando inglés!– otra fábula de un barco que se hunde con sus
secretos. Como el Titanic, pero no por fatalidad sino por arbitrariedad. Por
la voluntad de aquellos que no le deben nada al Virginian, un buque
oxidado y maltrecho, que al fin y al cabo ocupa demasiado lugar y es mejor
dinamitarlo. Pero ahí adentro, sin haber puesto jamás un pie sobre la
tierra firme, yace y vive el Mil Novecientos del título. Otrora un niño
sin identidad, abandonado por algún pasajero de primera clase, después –entre los vahos del realismo
mágico– un pianista "visceral"
encerrado en la inmensidad del barco, muy seguro frente a las precisas
ochenta y ocho teclas de su piano. El que lo quiere salvar del anonimato es
Max Tooney (el bonachón de Pruitt Taylor Vince), quien oficia de narrador
de la historia. Trompetista que desertó del barco en 1933, amigo, consejero
y redentor de Mil Novecientos, Tooney también conoce los secretos más
recónditos de este jazzista recoleto que eligió no dejar la nave porque
"la tierra es un perfume demasiado bello, no sabría que música
hacer... tiene infinidad de teclas".
Como un engranaje mismo del barco, esta
criatura forma parte de la historia del gigante inanimado y las historias de
sus viejos tripulantes son su material de inspiración. Todo lo que tiene
Danny Boodman T.D. Lemon 1900 –ese es su nombre completo, con el que lo bautizaron
entre las poleas y los sudores de la sala de máquinas– son esas eternas
noches en el océano que sacude al Virginian, esa insondable desconfianza
hacia la infinitud de la tierra, ese talento compositivo con el que
descuella cada
noche. Talento ante el que admitirá ser vencido –luego de un
largo duelo jazzístico– el contemporáneo pianista negro Jerry Roll Morton
(Clarence Williams III). De él nos dirá, pedante, 1900: "es como una
mujer acariciando seda; acarició esas notas, no las tocó".
Irreverente y circunspecto, Mil Novecientos (Tim Roth) es un personaje
criado a imagen y semejanza de la imprevisibilidad del océano, de su
carácter cambiante. Todas las rutas que anda y desanda son los pasillos
entre camarotes; proa y popa son su cielo e infierno. Todo lo que sabe de afuera
lo conoció a través de la mirada de otros. Es el narrador quien rearmará
el rompecabezas para cerrar el círculo, recuperando la identidad de 1900 y
contándonos –como a los que van a volar en pedazos el barco– la historia de
alguien a quien la vida le pasó de largo. Pero a todo esto ya lo vimos en
algún lado.
Tornatore pone al trompetista-narrador en el papel del adulto
protagonista de Cinema Paradiso (su film más famoso) que se reencontraba
con la sala de proyección de su infancia en ruinas. Las cenizas de aquellos
seis años en los que Max Tooney absorbió el océano junto a 1900 son las
que, de idéntico modo, desatan su nostalgia. Lástima que la aplastante
solemnidad del discurso y la invariable previsibilidad de los diálogos agoten
las pocas salidas irreverentes que parecían asomar entre líneas. El tono
típicamente melodramático de Tornatore impide que una historia en
principio interesante, con final trágico a lo Titanic, despegue del no
menos típico "ritmo" de las épicas televisivas. Con varias pizcas
de demagogia, con recargados parlamentos de despedida y una explosión que
se veía venir a la distancia. En el mejor de los casos, de aquí nos llevaremos
el feliz recuerdo de bellas melodías creadas por el prolífico Ennio
Morricone.
Karina Noriega
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