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EL LIBERTINO
(The Libertine)

Inglaterra, 2004


Dirigida por Laurence Dunmore, con Johnny Depp, Samantha Morton, John Malkovich, Paul Ritter, Stanley Townsend.



En estos tiempos conservadores que se las dan de liberales no resulta extraña, sino todo lo contrario, la recurrencia a contar las vidas de personajes que revolucionaron el campo de la sexualidad o son recordados por sus prácticas ajenas a la normalidad. Tuvimos ya a Letras prohibidas (sobre el Marqués de Sade), a la biopic Kinsey, el científico del sexo, al Casanova de Hallström y ahora a El libertino (por no mencionar a De-Lovely o Capote).

Basada en la vida de John Wilmot, conde de Rochester, íntimo del rey Carlos II de Inglaterra, el primer largometraje del publicista Laurence Dunmore procura recuperar la figura señera de este seductor inconveniente y sin límites al que encarna Johnny Depp.

Salvo una escena que entre brumas muestra cuerpos desnudos en plena orgía desatada, y otra en la que unas manos se deslizan por entre los tantos pliegues de los vestidos de la época (1660), todas las alusiones al desenfreno sensual se quedan en el “sexo oral”: se habla de impudicias, de goces prohibidos por la decencia, de raptos de doncellas virginales, de situaciones pecaminosas... pero todo no es más que un cuentito prologado y culminado por un protagonista que nos dice (mirando a cámara) que es un ser desagradable. Y como el que avisa no es traidor, el resto del metraje se desarrolla entre lo malo que ha sido, lo cínico que sigue siendo, y el amor que una actriz ha despertado en él –el más lascivo de los mortales creyéndose Pigmalión– sin que él sepa cómo hacerse cargo de tal sentimiento. En el camino desdeña a su mujer (la única que lo acompaña verdaderamente), deja matar a su joven amigo (que bien podría haber sido algo más) y “molesta” a su rey con unas obritas licenciosas que ni siquiera rozan la uña de lo real de las fiestas que se montan en la corte.

Oscura (más por la iluminación de las velas de época que por el tono de la narración), insípida, aburrida y larguísima para lo que intenta mostrar (aún me pregunto qué sería), ni siquiera el gran Johnny Depp consigue elevar a este fiasco de las miasmas de un tedio que se pretende transgresor y acaba más monárquico que revolucionario. Y eso es mucho más aterrador que la muerte terrible y dolorosa que se supone espera a quien ha sabido gozar de los placeres de la vida. Bien sabemos que a la larga todo se paga y el castigo, si no es divino, es hollywoodense.

Javier Luzi      


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