En estos tiempos conservadores que se las dan de liberales
no resulta extraña, sino todo lo contrario, la recurrencia a contar las
vidas de personajes que revolucionaron el campo de la sexualidad o son
recordados por sus prácticas ajenas a la normalidad. Tuvimos ya a
Letras prohibidas (sobre el Marqués de Sade), a la biopic Kinsey, el
científico del sexo, al Casanova de Hallström y ahora a El
libertino (por no mencionar a De-Lovely o Capote).
Basada en
la vida de John Wilmot, conde de Rochester, íntimo del rey Carlos II de
Inglaterra, el primer largometraje del publicista Laurence Dunmore procura
recuperar la figura señera de este seductor inconveniente y sin límites al
que encarna Johnny Depp.
Salvo una
escena que entre brumas muestra cuerpos desnudos en plena orgía desatada, y
otra en la que unas manos se deslizan por entre los tantos pliegues de los
vestidos de la época (1660), todas las alusiones al desenfreno sensual se
quedan en el “sexo oral”: se habla de impudicias, de goces prohibidos por la
decencia, de raptos de doncellas virginales, de situaciones pecaminosas...
pero todo no es más que un cuentito prologado y culminado por un
protagonista que nos dice (mirando a cámara) que es un ser desagradable. Y
como el que avisa no es traidor, el resto del metraje se desarrolla entre lo
malo que ha sido, lo cínico que sigue siendo, y el amor que una actriz ha
despertado en él –el más lascivo de los mortales creyéndose Pigmalión– sin
que él sepa cómo hacerse cargo de tal sentimiento. En el camino desdeña a su
mujer (la única que lo acompaña verdaderamente), deja matar a su joven amigo
(que bien podría haber sido algo más) y “molesta” a su rey con unas obritas
licenciosas que ni siquiera rozan la uña de lo real de las fiestas que se
montan en la corte.
Oscura
(más por la iluminación de las velas de época que por el tono de la
narración), insípida, aburrida y larguísima para lo que intenta mostrar (aún
me pregunto qué sería), ni siquiera el gran Johnny Depp consigue elevar a
este fiasco de las miasmas de un tedio que se pretende transgresor y acaba
más monárquico que revolucionario. Y eso es mucho más aterrador que la
muerte terrible y dolorosa que se supone espera a quien ha sabido gozar de
los placeres de la vida. Bien sabemos que a la larga todo se paga y el
castigo, si no es divino, es hollywoodense.
Javier Luzi
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