El luchador
es la historia de un solitario y veterano peleador de lucha libre que sufre
un ataque al corazón; que busca recuperar a su hija,
de la que está distanciado,
y conquistar a una prostituta a la que visita asiduamente.
La
secuencia de títulos nos relata el mito del héroe del film, Randy “The Ram”
Robinson, con afiches y recortes periodísticos de sus épicas batallas del
pasado narradas con voz en off por los conductores de TV que describían en
vivo esas peleas. Acto seguido, vemos al protagonista sentado de espaldas,
avejentado, abatido por el combate, en lo que parece ser un aula de jardín
de infantes, recibiendo órdenes, felicitaciones y muy pocos billetes de
parte del organizador por su actuación sobre el ring. La cámara está ubicada
en un costado, abajo, de manera tal que no podamos ver el cuerpo entero del
manager, que desde lo alto alienta a un Randy cabizbajo. Esta sola
secuencia es la síntesis perfecta del concepto de planos y contraplanos
aplicado a la puesta en escena del film y, en consecuencia, también de la
situación en la que se encuentra el protagonista en gran parte del relato
respecto de los demás personajes. De aquí en adelante, todas las figuras de
autoridad (su agente, los organizadores de lucha libre, el médico y las
enfermeras, el dueño del supermercado en el que buscará trabajo cuando no
pueda pelear) serán encuadras desde abajo, en contrapicado, ensalzando su
poder sobre el protagonista, que pasará buena parte del film agachado,
recostado, sentado o encorvado (tomado desde arriba). Sólo quienes lo
aprecian estarán a su altura: sus pares de lucha libre, los niños del
barrio con los que juega a las peleas, la prostituta, su hija, algunos fans.
Pero volvamos al inicio del film, cuando también lo vemos retirarse a Randy
atravesando el ring hasta salir del edificio y llegar a su camioneta.
Tardamos un buen rato en ver completamente el rostro castigado de Mickey
Rourke, porque Darren Aronofsky elige seguirlo de espaldas, subjetivamente,
casi sin cortes, cada vez que decide trasladarse. Su caminar es tosco,
cansino, esforzado, como quien carga con el peso de los años y varias
heridas físicas y espirituales. Nuevamente, ya el comienzo nos advierte cuál
será la forma en que nuestro héroe será acompañado por la cámara a lo largo
del relato. El director no dejará nunca de seguir a Rourke desde atrás,
caminando permanentemente, en un film que elige mostrar, allí donde otro
film o director hubiera optado por la elipsis, por el corte.
¿Por qué es tan importante el caminar de Randy y por qué el director opta
por tomarlo de espaldas? Porque Aronofsky es un director cuyos films están
atravesados por la religiosidad y la moral, y porque su tratamiento de las
historias es consciente y cinematográfico, y elige contarnos algo cada vez
que piensa dónde ubicar la cámara y dónde cortar. Si en Pi el
protagonista buscaba el número de Dios, en Réquiem para un sueño nos
sumergía en una temporada en el Infierno y en la fallida La fuente
reflexionaba sobre la vida, la muerte y la eternidad, en El luchador
nos remite a La Pasión de Cristo. Las caminatas de Randy llevan la
Cruz en sus hombros, así como su espalda lleva el tatuaje de Cristo, que se
puede ver brevemente en alguna escena previa a las peleas. Se lo dice
–justamente– la prostituta (siempre perfecta, Marisa Tomei) cuando hace su
primera aparición: “¿No viste la película de Mel Gibson? Lo torturan durante
dos horas y él solo recibe los golpes, como vos.” Pam (o Cassidy, su nombre
artístico –o María Magdalena, su nombre simbólico, aunque nunca se la llame
así–) le recita parte de la Biblia, que por razones de coyuntura suena más
creíble siendo un diálogo de la película de Gibson. Y se ríe de su
descubrimiento metafórico. “Un carnero sacrificado”, dice. Randy se apoda
The Ram, o Carnero: el ovino padre. Randy ya está viejo para ser cordero;
ése es el verdadero lugar que ocupa en esta mirada bíblica sobre la lucha
libre.
La
siguiente secuencia lo clarifica con imágenes: veremos una pelea
hiperbolizada, una masacre de sangre y heridas en la que Randy y su oponente
acuerdan darse con todo, incluidos vidrios, metales y una engrampadora con
la que se abrochan la carne mortificada. Si el primer combate que veíamos en
la película mostraba cómo todo está arreglado y se trata más bien de una
coreografía violenta, de una proeza física, de una simulación, en esta
segunda pelea ya no nos sentimos tan seguros: la lucha está arreglada, sí,
pero la sangre que pide el público y que otorgan los contrincantes es real.
En la primera veíamos cómo Randy se cortaba la frente con una gillette
para darle más realismo a una caída. Pero ahora vemos cómo su cuerpo es
verdaderamente torturado. Y como Cristo, recibirá una corona de espinas,
esta vez camuflada como un alambre de púas que se clava en su torso
provocándole un corte profundo. El enfoque de Aronofsky, nuevamente, no es
caprichoso. Si el primer enfrentamiento sucedía linealmente, esta vez el
director recurre al flashback. Nos muestra, primero, el cuerpo lastimado de
Randy y su oponente tras la pelea, y luego, va y viene de las curaciones
posteriores a la batalla. Logra así atenuar la emoción del combate y
concentrarnos en sus consecuencias físicas.
La
toma subjetiva desde las espaldas del protagonista que se sucede a lo largo
del film será reclamada sólo en dos momentos por ambas mujeres de Randy, su
hija Jessica y la prostituta. Es que ellas también cargan con sus propias
cruces. Jessica acarrea el abandono por parte de su padre cuando niña; Pam
sufre el desequilibrio de su vida como ramera y como madre de un hijo sin
padre. Para ambas Randy puede ser, tanto el salvador, como la amenaza
de volver a sufrir. Por eso es tan importante que una vez que Randy pida
perdón a su hija con lágrimas en los ojos, Jessica corra hacia su padre
caminante, lo tome del brazo y transite con él, sosteniéndolo, ayudándolo.
Ese plano sutil, medido, donde importan más los cuerpos que la cámara, es la
demostración del talento de Aronofsky para comprender la importancia de la
puesta en escena y sus consecuencias narrativas.
Randy intenta orientar su caminar hacia la redención, pero se topa con un
mundo que lo ha encasillado como animal de circo. Nadie mejor para
interpretarlo que el imponente Mickey Rourke, con su rostro herido, su
cuerpo hinchado y su mirada melancólica, capaz de transmitir la experiencia
de aquel que lo ha vivido todo y lo ha sufrido todo, con la sabiduría y la
tristeza de los marginados, de los que vagan como cristos ofreciendo siempre
otra mejilla donde recibir un nuevo golpe. No es casual lo que dice uno de
los afiches del film, en una película que apela directamente a la relación
entre actor y personaje: “Sea testigo de la resurrección de Mickey
Rourke.” Las palabras parecen salir del altavoz de un promotor de un
espectáculo circense. Las peleas arregladas, las acrobacias de los
luchadores y el primitivo grito de guerra de los fans acompañan esta idea.
“Dale con mi pierna”, solicita un fanático discapacitado ofreciendo su
miembro ortopédico. Randy/Rourke obedece, porque entiende que ese es su
lugar en el mundo, que el mundo lo puso ahí y lo interpela para que sea su
animal de circo, su freak violento y salvaje. Y no existe otro lugar
para él. Por eso, cuando llegue la pelea final, el cristo crucificado que
encarna Randy, sacrificándose por nuestros pecados, permitirá la
resurrección de Rourke que, prometida desde el afiche, sólo podrá
realizarse una vez concluido el tránsito vital de su personaje, en la
ceremonia de premiaciones al Oscar que se avecina.
Ramiro Villani
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