En
diciembre de 2006 estrenaron una gran película llamada Sueños de gloria
(The World’s Fastest Indian, Roger Donaldson, 2005), que pasó por la
cartelera tan fugazmente como un sueño y sin la más mínima gloria tanto para
el público como para los críticos. A los últimos no les llamó la atención
porque era una de esas películas que llegan sin pergaminos festivaleros ni
candidaturas al Oscar. La gente no fue a verla porque ni siquiera se enteró
de su estreno. A los distribuidores no les interesaba publicitar una
película comprada al voleo y en lote sobre un viejo que atraviesa medio
mundo a mediados del siglo pasado para romper un récord mundial con una moto
de colección.
Hace más o menos un año, no sé si para enero o febrero de 2008, la sorpresa
la dio El mundo mágico de Terabithia (Bridge To Terabithia,
Gabor Csupo, 2007). Parecía otra película más sobre mundos imaginarios y
fantasías pensada para un público infradotado, que no adolescente, y resultó
ser una de las más concretas y lúcidas ficciones sobre la niñez, el papel
que cumple la imaginación en el crecimiento, y el rito de pasaje a la
adultez como experiencia ineludible. Pasarán los años y servirá de
manifiesto sobre el uso dramático, sobrio y preciso de los efectos digitales
en una era que usa y abusa de ellos sin criterio alguno.
Ahora le toca el turno a Marley y yo (David Frankel, 2008), el
estreno sorpresa de la transición 2008-9, otra de esas cada vez más escasas
películas nobles, efectivas y sabias que parecen salidas de otro mundo, otra
época y otra industria. No aspiran al panteón pasajero y olvidable de los
premios, al mercado de los festivales, ni a la mesa de disección de la
academia. Como las otras dos mencionadas, Marley yo no es más que una
película con sentido común entendido como sentido de la vida en común o en
sociedad, que administra graciosa y pudorosamente algunos lugares comunes
evitando que deriven en clisés o se transformen en prejuicios, que emociona
sin culpa y se vale de una anécdota menor –la crianza de un perro– para
tocar unos cuantos temas mayores sin más ambición que reflejar una
percepción cotidiana y sensible de la existencia.
Marley y yo
no es una película sobre los perros en general o la raza de los labradores
en particular, sino más bien sobre un hombre y una mujer en particular y la
raza humana en general. Si la película termina siendo una de esas “para
llorar” con la frente bien alta, más allá del sexo o la edad del espectador,
es porque hace de la vida del perro un sustituto concentrado de nuestra
vida. El perro no acompaña la mera evolución biológica de un periodista y de
un matrimonio, sino su madurez, sus crisis y las estrategias o los desvíos
puestos en práctica para sostener sus elecciones sociales sin perjudicar su
individualidad.
El título no hace más que transparentar la identificación entre el perro y
el personaje de Owen Wilson que la película propone. En uno de los últimos
planos que comparten vemos las manos de un hombre de algo más de 40 años
acariciando el pelo de un perro viejo. En ese plano hay una emoción similar
a los planos detalle de apretones de manos que abundaban en las películas de
las décadas del ‘30 y del ‘40. En ese plano hay códigos, hay lealtad, una
vida compartida y más elocuencia que en el mejor discurso. La película toda
es una extensión de la moral de ese plano: el retrato sobre una relación tan
habitual como única, tan destinada al olvido como inolvidable.
Marcos Vieytes
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