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MARLEY Y YO
(Marley & Me)

Estados Unidos, 2008



Dirigida por David Frankel, con Owen Wilson, Jennifer Aniston, Eric Dane, Kathleen Turner, Alan Arkin, Nathan Gamble, Haley Bennett.



En diciembre de 2006 estrenaron una gran película llamada Sueños de gloria (The World’s Fastest Indian, Roger Donaldson, 2005), que pasó por la cartelera tan fugazmente como un sueño y sin la más mínima gloria tanto para el público como para los críticos. A los últimos no les llamó la atención porque era una de esas películas que llegan sin pergaminos festivaleros ni candidaturas al Oscar. La gente no fue a verla porque ni siquiera se enteró de su estreno. A los distribuidores no les interesaba publicitar una película comprada al voleo y en lote sobre un viejo que atraviesa medio mundo a mediados del siglo pasado para romper un récord mundial con una moto de colección.

Hace más o menos un año, no sé si para enero o febrero de 2008, la sorpresa la dio El mundo mágico de Terabithia (Bridge To Terabithia, Gabor Csupo, 2007). Parecía otra película más sobre mundos imaginarios y fantasías pensada para un público infradotado, que no adolescente, y resultó ser una de las más concretas y lúcidas ficciones sobre la niñez, el papel que cumple la imaginación en el crecimiento, y el rito de pasaje a la adultez como experiencia ineludible. Pasarán los años y servirá de manifiesto sobre el uso dramático, sobrio y preciso de los efectos digitales en una era que usa y abusa de ellos sin criterio alguno.

Ahora le toca el turno a Marley y yo (David Frankel, 2008), el estreno sorpresa de la transición 2008-9, otra de esas cada vez más escasas películas nobles, efectivas y sabias que parecen salidas de otro mundo, otra época y otra industria. No aspiran al panteón pasajero y olvidable de los premios, al mercado de los festivales, ni a la mesa de disección de la academia. Como las otras dos mencionadas, Marley yo no es más que una película con sentido común entendido como sentido de la vida en común o en sociedad, que administra graciosa y pudorosamente algunos lugares comunes evitando que deriven en clisés o se transformen en prejuicios, que emociona sin culpa y se vale de una anécdota menor –la crianza de un perro– para tocar unos cuantos temas mayores sin más ambición que reflejar una percepción cotidiana y sensible de la existencia.

Marley y yo no es una película sobre los perros en general o la raza de los labradores en particular, sino más bien sobre un hombre y una mujer en particular y la raza humana en general. Si la película termina siendo una de esas “para llorar” con la frente bien alta, más allá del sexo o la edad del espectador, es porque hace de la vida del perro un sustituto concentrado de nuestra vida. El perro no acompaña la mera evolución biológica de un periodista y de un matrimonio, sino su madurez, sus crisis y las estrategias o los desvíos puestos en práctica para sostener sus elecciones sociales sin perjudicar su individualidad.

El título no hace más que transparentar la identificación entre el perro y el personaje de Owen Wilson que la película propone. En uno de los últimos planos que comparten vemos las manos de un hombre de algo más de 40 años acariciando el pelo de un perro viejo. En ese plano hay una emoción similar a los planos detalle de apretones de manos que abundaban en las películas de las décadas del ‘30 y del ‘40. En ese plano hay códigos, hay lealtad, una vida compartida y más elocuencia que en el mejor discurso. La película toda es una extensión de la moral de ese plano: el retrato sobre una relación tan habitual como única, tan destinada al olvido como inolvidable.

Marcos Vieytes      


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