Entre las contradicciones que atenazaban a Charles Foster Kane (haciendo aun más grande a
El ciudadano, de Orson Welles) estaba la conciencia de saberse parte de un
micromundo integrado por sujetos que encarnaban lo que él más odiaba sobre la Tierra. A
uno de ellos se lo hacía saber en la cara: "Usted representa todo lo que yo
desprecio".
Con Milagros inesperados puede
suceder algo parecido. Uno es invitado a creer que está frente a la expresión más
redonda, contante y sonante de las lacras hollywoodianas. La manipulación
brutal, la acumulación de lugares comunes, las metáforas de jardín de infantes, los
prejuicios reaccionarios y la cursilería pocas veces llegaron tan lejos. En esa medida,
uno es invitado a odiar con todas sus fuerzas a esta película de Frank Darabont apoyada
en una novela de Stephen King. Sin embargo, uno no debería odiarla. En primer lugar
porque tal cosa equivaldría a darle demasiada importancia, con el consiguiente riesgo de
que resulte mucho más difícil sacársela de la cabeza. En segundo lugar porque uno, hace
ya años, asumió la vocación de exponer fundadamente sus razones. Y el odio, se sabe, no
es amigo de la razón. En tercero, porque con un poco de buena voluntad pasadas unas
cuantas horas y a distancia prudencial del cine de Milagros inesperados uno
puede reírse.
¿Se acuerdan de esa puta virgen
que compuso Julia Roberts en Mujer bonita? Pues bien: aquí tenemos a un
uniformado que es al "gremio" de los guardiacárceles lo que Vivian Ward al de
las prostitutas. Tom Hanks es el guardiacárceles más abierto, comprensivo y bondadoso
que haya pisado un set de filmación. Pero no es un guardiacárceles cualquiera. No
señor: es el jefe de la "Fila de la Muerte" de Louisiana, es decir del
pabellón en el que los condenados a muerte de la región pasan sus últimos días. Y en
su condición de tal preside las ejecuciones, ocupándose de garantizar
naturalmente que los reos queden bien muertos. O bien fritos, ya que a todos
los electrocutan. Y aunque estamos en los años de la Depresión (corre 1935), no escasea
la corriente para alimentar la silla.
Uno juraría que no cualquier persona agarra
un trabajo de estos, y mucho menos un tipo que es más bueno que Lassie. Pero aceptemos,
aunque más no sea a regañadientes, esa posibilidad. Lo lógico entonces sería que
Lassie tuviera conflictos con su trabajo, problemas de conciencia. Pero no, Paul Edgecomb
(Jefe Edgecomb para los amigos) es el tipo más feliz del mundo. Y no está solo.
El resto de los guardiacárceles son todavía más buenos que él (y transitivamente, que
Lassie). Es más, remedan al grupo protagónico de la vieja y entrañable teleserie Combate,
especialmente "Brútal" (David Morse), que es casi tan grandote y buenazo como
Little John. ¡Pero estos no van contra los nazis, y ni siquiera pelean!
En fin, sigamos. En realidad los
guardiacárceles no son todos buenos. Percy Wetmore es cobarde como una gallina, perverso
como un niño, sádico como un psicópata e irreversiblemente mediocre. Así llegamos a
una de las claves anunciadas al comienzo: la manipulación brutal. Es que precisamente
Percy encaja en las generales del fusilador legal que los otros roles niegan
impunemente. Pero Percy es uno y los demás son cuatro (o cinco, ya ni me quiero acordar).
Ergo, el cretino aparece como la excepción y los querubines... como la norma.
"Magia del cine", que le dicen.
Hay mucho más, y viene de la mano de
John Coffey, un negro de dos metros quince al que la producción rescató en uno de esos
castings fortuitos, casi milagrosos: Michael Clarke Duncan no era actor sino
guardaespaldas (o sea que cobró muy poco) y casó maravillosamente con su rol. Se
trata de un condenado a muerte oligofrénico y sensible. Manso y sumiso como los pedía
Piero (¿o era manso y tranquilo?), Coffey intercala un "Jefe" cada tres
palabras para referirse a cualquiera de sus cuidadores, habla poco entre
pucheros y, last but not least, es dueño de un extraño don: puede curar
al prójimo. Otra que el doctor Gannon. Con un solo toque (ya imaginan dónde) Coffey saca
la sistitis; con dos o tres, chau cáncer de páncreas, y así. Coffey opera como por
ósmosis, tragándose (y aquí cabría una metáfora) las porquerías de sus
semejantes. Algo después escupe una parte, básicamente para dar lugar a un efecto
especial.
Hay que ver es un decir
cómo los guardias-héroes lo sacan a pasear una noche a punta de pistola (muy
amablemente, eso sí) para que sane a la señora esposa del director del presidio.
Ya de vuelta todos contentos... exceptuando al pobre negro, que dentro de su celda tose
exactamente como un condenado. ¿Pueden creer que a ninguno de los guardiacárceles se le
ocurrió llevarlo a la enfermería?
Guillermo Ravaschino
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