El director mexicano Guillermo Del Toro ya había dado buenas muestras de talento
narrativo en su primer largometraje, Cronos, protagonizado por Federico Luppi.
Allí aparecían unas cuantas obsesiones que hoy prolonga en Mimic: bichos
asquerosos, perturbadores, cuya carga de terror crece en proporción inversa a su
mostración (poco y nada se ve de ellos durante buena parte de ambas películas).
Mimic también marca la primera incursión de
Del Toro en la industria cinematográfica estadounidense, que es cultora proverbial,
acérrima, de los encasillamientos. Y los ejecutivos de Dimension Films vieron en la
historia de Donald A. Wollheim, que inspiró el guion, la base de otro film de fórmula.
Más concretamente, de un producto "clase B-con destino de culto", que combinara
el pánico de Alien con la moda de los superinsectos que desató Hombres de
negro y, en parte, la menos exitosa Festín desnudo, del siempre influyente
David Cronenberg. El resultado es un relato que comienza tenso, bien filmado en general,
pero que se desdibuja en la medida en que el pulso de Del Toro empieza a derrapar
sobre las recetas más rutinarias del género.
Tras los inquietantes títulos diseñados por el
mismo equipo que trabajó en Pecados capitales puede verse cómo una terrible
plaga, portada por cucarachas, está diezmando la población infantil de Manhattan. La
epidemia sólo encuentra fin cuando la entomóloga Susan Tyler (Mira Sorvino) fabrica
una supercucaracha a la que bautiza Judas, programada genéticamente para deglutir a las
propagadoras del virus y autoextinguirse en un plazo de seis meses. Así sucede al
parecer. Pero tres años después, una nueva generación de Judas corregidas y
aumentadas por una temible mutación dice Hello en algún rincón del
subterráneo neoyorquino. Y los insectos ya no son el único plato de su menú.
El trámite es ágil y dinámico hasta aquí. De las supercucas
se ve lo justo y necesario, es decir poco, pero desde distintos ángulos, puntillosamente
dispuestos por Del Toro para incrementar la repulsión en dosis homeopáticas. Suficientes
para completar lo que se ve con la certeza de que un ejército de filosas patas y
caparazones viscosos se prepara para darle guerra a Nueva York. Hay dos
"chicos-topos" en peligro (los que juntan bichos para la entomóloga) y un
tercero medio autista, que convive junto al lustrabotas italiano actuado por Giancarlo
Giannini (una dupla viejo-niño similar a la de Cronos). Cuando algunos de ellos
caigan, la bióloga, su novio también científico y un vigilante negro y
gordo se asociarán para enfrentar al bicho.
El film promedia y ya están cristalizadas las premisas
del terror de clase B: un ambiente dominante, claustrofóbico (y como subambiente, un
vagón oxidado); un puñado de personajes-víctimas a merced, o casi, del vehículo de su
destrucción. Pero el guion se queda corto. Y Mimic, a partir de aquí, sólo
ofrece el viejo juego de huida y persecución con el que los humanos ganarán terreno, y
los freaks lo perderán. La agilidad se desvanece y lo que surge, y crece, es la
previsibilidad. Sorvino cumple con lo suyo (es la dueña de ese rostro "expresivo a
medias" que la habilita casi para cualquier rol), pero el relato empieza a poner en
su boca las consabidas explicaciones "científicas" que iluminan poco, y
empantanan mucho, el tortuoso avance de las cucarachas. Tras una serie de especulaciones
frágiles en torno de la "mímica" de estas criaturas que asimilarían
progresivamente la apariencia humana Susan terminará reconociendo que "no
sabemos lo que hicimos", esbozando una ignorancia que tampoco comulga con el rol. A
esta altura asoma un happy ending que ya no es propio de la clase B, sino de las
ostentosas superproducciones hollywoodenses.