La momia no sólo es el cóctel más sentador del 99, sino uno de los pocos que
funcionan cada tanto. En el film de Stephen Sommers hay de todo un poco, desde chistes alla
Godard hasta batallas que evocan a las de Corazón valiente; desde grupos humanos
que recuerdan a la pandilla de Scooby Do hasta tragedias amorosas sobrehumanas, que
arrancan tan gravemente, o casi, como la del conde Drácula. Reminiscencias de Tintín (y
no sólo por el espíritu "de aventura" sino por numerosos encuadres que remiten
a los que poblaban la historieta de Hergé), aires de King Kong (film de 1933),
ecos del Oeste... seguiría toda la noche si no fuera porque temo aburrirlos.
La conjugación efectiva de tan numerosas y
heterogéneas fuentes es algo absolutamente inusual, extremadamente dificultoso. Pero La
momia es un film inteligentísimo. Todos esos datos del pasado afloran sin quebrar ni
por un instante el flujo vivo de la historia. La percepción consciente de las
citas puede alimentar ciertos placeres tangenciales del cinéfilo (que si es muy
cinéfilo corre el riesgo cierto de perderse entre las referencias). Pero las citas son
todas apropiadas, es decir que no requieren de esa percepción. Están ahí para
potenciar al film en cada uno de sus aspectos. Con los efectos especiales sucede algo
parecido. Además, naturalmente, son buenísimos.
La historia arranca en Egipto 3000 años atrás. Una
voz en off que se diría salida de un viejo noticiero cinematográfico (si no fuera porque
es tan marcial, tan grave) nos guía con precisión a través de un puñado de imágenes
igualmente precisas. Lo que vemos es cómo la bella Anksunamum le mete los cuernos al
Faraón con el hechicero en jefe. Los amantes son descubiertos y corre mucha sangre. El
que lleva la peor parte es Imhotep, el hechicero: el castigo más terrible jamás pensado
y nunca antes implementado caerá sobre su cuerpo para torturar indeciblemente
su alma.
Lo momifican vivo, claro está. Pero no se trata de
una momificación cualquiera (en ese caso La momia no sería lo que es). Es un
tormento que parece ideado por la mente más inspirada, refinada y fecunda en materia de
horrores cinematográficos. Mucho después se oirá: "La muerte es sólo el
principio...". Lejos de estar allí para la imposible edificación del pánico que
tanto Terror barato delega a las palabras (y a los gritos), la frase no hace otra cosa que
refrendar la horripilante agonía de Imhotep, ya instalada por las potentes
imágenes y los agudos conceptos visuales de este raro film. El castigo que sufre Imhotep
merece un lugar en el podio de los platos más horrendos del cine de todos los tiempos.
Piensen en la conciencia como un fluido, como un humor. Imaginen que la vida se extingue.
Tanto se extingue que ni la carne queda. Ahora imaginen que ese fluido pegajoso persiste.
El terror, en La momia, está auspiciado por un sublime estudio de la psicología
del espectador.
Tanto o más remarcable es el hecho de que esta
vertiente se lleva muy bien con la comedia, no menos presente a través del film. Los
chistes son casi todos buenos. La cintura del realizador para mechar los tonos,
asombrosa. Esto incluye un tercer filón, emparentado con el cine de aventuras, que sienta
reales después de la introducción, cuando un salto nos lleva a 1923.
El lugar sigue siendo el mismo. Hay un apuesto,
valerosísimo y nunca del todo serio aventurero (Brendan Fraser), un puñado de american
cowboys y una bibliotecaria muy hermosa e ingenua que, cada cual por sus motivos,
quieren llegar a Hamunaptra, la Ciudad de los muertos. Hablo de una ciudad secreta,
legendaria. Y temible. Yacen allí los restos, ¡ya que no el cadáver!, del pobrecito
Imhotep. Y hay ciertas palabras, o más bien rituales, que podrían resucitarlo, o
despertarlo, bajo la forma de la más calamitosa y devastadora temporada que jamás haya
soportado la faz terrestre. Pues bien, hacia allí ponen proa los valientes.
Si algo le reprocho a La momia, además de
unos cuantos minutos de Brendan Fraser, es la tristeza fatal, esencial, de que la
calamidad monstuosa sea el fruto de la entrega amorosa de dos almas. Y la impotencia
frente al hecho de que los héroes, ni más ni menos que nuestros héroes, sean los
encargados de conjurarla.
Todo lo demás es una maravilla.
Guillermo Ravaschino |